lunes, julio 23, 2012
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Hoy este blog está cumpliendo dos años y, la verdad, no siente muchas ganas de festejar nada. Es más, se pregunta si no está en fecha de caducidad.
domingo, julio 22, 2012
Legislar el cuerpo
De un artículo de Sandino Núñez en Tiempo de Crítica, reproducido acá:
El biopoder procede creando el horror a la anomalía, y luego realiza actos de gobierno (como legislar o normar, por ejemplo) siempre en nombre de ese horror y de un posible exorcismo o de un conjuro repelente del objeto parcial horroroso. El biopoder está ahí para defender mi cuerpo y mi vida biológica, y el precio que pago por eso es, precisamente, mi muerte como sujeto político, mi entrega pasiva a manos de los expertos, mi infantilización radical y extrema. El Estado es mi pediatra.
miércoles, julio 18, 2012
sábado, julio 14, 2012
jueves, julio 12, 2012
domingo, julio 08, 2012
JULIO 08, 2012
* Ver, rever, descubrir, redescubir a los Quay Brothers.
* El proyecto no es algo definido, ¿tá?...
* ... pero por las dudas marche preso.
* Kim Dotcom está libre de copyright.
* Ya no habrá más Gabos.
* El inodoro como metáfora.
* Otro al que le cae la ficha.
* Algo huele a podrido en la Rusia de Putin.
* Un diccionario Faulkner, 50 años después.
* Porno para Ricardo: la revolución dentro de la revolución.
viernes, julio 06, 2012
Desastre natural
De un artículo sobre Karl Kraus en La Tempestad:
El incipiente siglo XXI, esplendor de la posmodernidad, es la materialización suprema de todo aquello denunciado por Kraus. En 1908 escribió: “La estupidez es un desastre natural con el que un terremoto no puede rivalizar. Sus energías internas tendrán que descargarse alguna vez en una catástrofe que desfigure el rostro de este planeta”. Esta convicción provenía de atender las crónicas de tribunales, de fatigar la prensa diaria, de asistir a los espectáculos de su tiempo. No tuvo la experiencia de arquearse ante las cuentas de Twitter o de Facebook, que lo habrían convencido de que la desfiguración del rostro planetario ya había tenido lugar. No existían en su tiempo los “críticos lumpen” (el término es de Arthur C. Danto) del ciberespacio, pero sí quienes enviaban cartas a las publicaciones: “Continúa siendo deprimente la tenacidad con que esa gente insiste en su derecho a considerar mi pluma una servidora de su concepción de la vida y no una compañera de la mía; resulta aniquiladora la esperanza que plantan incluso en la tumba de sus deseos, esa molesta insistencia en sus expectativas temáticas”.
miércoles, julio 04, 2012
La necesidad de la ilusión
Por Enrique Lynch | Revista Ñ
No hay manera de comprender por qué
incurrimos en alguna forma de ilusión si no damos por sentado que la estupidez
no es un pensamiento mal encarado o defectuoso o erróneo sino una manera de
razonar, tan válida y fructífera como cualquier otra. En la experiencia de la
ilusión siempre está involucrado el engaño y éste se suele producir, cuando no
es deliberado, o por inocencia o por credulidad, respuestas humanas que están
separadas entre sí por unos matices de significado muy poco relevantes.
La inocencia es la forma activa de la
estupidez y la credulidad, por otra parte, es la misma estupidez pero en su
versión pasiva. El inocente es un individuo que suele caer con facilidad en la
ilusión por la simple razón de que encuentra gozoso sentirse ilusionado. Vive
permanentemente en pos de una ilusión y se diría que en ella casi cifra, a
cualquier precio, la felicidad propia. A diferencia del inocente, el crédulo es
un individuo totalmente incapaz de reconocerse proclive a la ilusión y, por lo
tanto, no imagina la eventualidad del error. Todos los crédulos son un poco
inocentes, pero no todos los inocentes son crédulos. Por ejemplo, en El idiota
de Dostoievsky, la inocencia del Príncipe Mishkin no lo hace más crédulo o
sensible a la ilusión sino, al contrario, parece incluso más lúcido porque, si
bien no detecta finalidad o intención segunda en la conducta de los demás,
logra comprenderla al pie de la letra. Mishkin responde siempre literalmente a
una situación, por mucho que ésta se deba a alguna mezquindad o miseria ajena.
La espontaneidad de su conducta se presenta a los ojos de los demás como una
especie de idiotez angélica, propia de un individuo que va por la vida a
remolque de lo que ve y escucha y como arrastrado por las circunstancias y a merced
de ellas. Mishkin es uno que no se posee a sí mismo, o sea, es un idiota
consumado. Pero al mismo tiempo se muestra como un ser excepcional puesto que
es justamente su inocencia, su absoluta indefensión frente a la ilusión, lo
que, a la postre, desarma las iniquidades de sus semejantes al tiempo que
muestra que también las bajas y las pequeñas pasiones de los demás son
estupideces nacidas de alguna forma de ilusión.
Una versión del iluso Mishkin muy a tono
con nuestra época de variadas perplejidades se traza en la figura de Mr.
Chance, el jardinero estúpido que por azar se convierte en presidente de los
EE.UU. en la novela de Jerzy Kosinsky, Bienvenido Mr. Chance (también conocida
como Desde el jardín). Merece la pena detenerse en este personaje que, con toda
seguridad, parodia a Ronald Reagan, mejor dicho, es el retrato sesgado –no muy
justo, por cierto– que desde las filas de la izquierda norteamericana se quería
dar del carismático Reagan. Mr. Chance, como todos los débiles mentales, habla
con frases inconexas y balbuceos por la simple razón de que no sabe qué
contestar; pero sus respuestas son interpretadas como parábolas declamadas por
un iluminado que bien podría servir como estadista, un presidente profético, e
inmediatamente instrumentadas por los medios masivos de comunicación para
atrapar la conciencia de las masas, ilusionarlas y hacerlas afines a los
intereses de las grandes corporaciones. La fórmula de Kosinsky es sencilla:
consiste en la enésima denuncia de la manera en que los mecanismos de la
ilusión manipulada sirven para colocar en las grandes responsabilidades
políticas a personajes inicuos, bobos solemnes que ofician como títeres de los
poderosos.
La ilusión, en estrecha relación con la
credulidad, es el arma secreta de la religión. El Credo quia absurdum de los
católicos, que propone la renuncia voluntaria al sentido común y a la autonomía
racional como vía para alcanzar la fe, no es muy distinto, en esencia, de los
fanatismos ideológicos o de aquella forma de enajenación que proponían los
fascistas italianos cuando aconsejaban a sus militantes: “Non pensì, il Partito
pensa per te!” También en este tipo de enajenación hay cierto goce cuyo
fundamento último está en la humana inclinación por sentirse ilusionado por
algo. En última instancia, la ilusión de que –por fin– no es preciso tener que
pensar.
De todas formas el mayor estrago que causa
la ilusión se produce cuando a la inocencia de uno se suma la credulidad del
otro. Cuando estas dos conductas estúpidas se combinan tiene lugar una
catástrofe, como ocurre en la estafa, en cualquiera de sus manifestaciones.
La combinación de la inocencia y la
credulidad, ambas con relación a una ilusión compartida, es aún más devastadora
en las relaciones amorosas, donde se configura como una especie de folie-à-deux
. Evidente es que en este contexto hay un inmenso goce, como también es obvio
que en el enamoramiento la seducción del otro –y el sentirse seducido por el
otro– consuma la mayor de las ilusiones, aunque la experiencia universal pruebe
que el estado beatífico del enamorado es necesariamente perecedero y volátil.
Incurrimos en el amor desenfrenado sólo porque, en el mismo momento en que nos
sentimos enamorados, olvidamos que esa beatitud será pasajera. El amor es el
territorio natural de todas las ilusiones y la pasión que hace placentera la
estupidez. Por consiguiente, no es tanto una enfermedad de la razón, como
piensan los racionalistas, sino la prueba de la fragilidad de la razón frente a
la ilusión.
Se cree que la ilusión es una experiencia
espiritual, que está inspirada por ideas y se representa con imágenes, como los
fantasmas y los espejismos, pero en la medida en que está firmemente arraigada
en las necesidades del cuerpo está directamente relacionada con nuestra
finitud. La precariedad de la existencia y la angustia consiguiente imponen
que, para sobrellevarlas, tengamos que valernos de ficciones a las que, por
fuerza, hemos de dar crédito. Sin la ilusión no habría apariencia sensible, no
habría mundo –esta, tu piel, que me encanta, este paisaje tan querido, esa
melodía que no quiero olvidar–, sin ilusión no habría nada. La vida en la
ficción, ilusionados, es la única posible, la única que nos proporciona alivio
frente a la certeza de la muerte y esa especie de revelación que es la mayor de
todas las ilusiones: la ilusión del sentido donde conviven en inverosímil
confusión las mayores patrañas y las verdades más necesarias.
martes, julio 03, 2012
De cuerpos y voces
De un ensayo de Miguel Marías sobre Leo McCarey en La Furia Umana:
Si no se confundiesen aún persistentemente los términos, ni se juzgase todavía la importancia de una película por sus temas y argumentos explícitos o por las pretensiones o las intenciones que declaran sus autores, se habría comprendido que las películas verdaderamente materialistas no son las que profesan ideologías así calificadas o calificables, ni las más abstractas e incomunicativas, ni tampoco las que, por rechazar la interioridad de los personajes o enrarecer el diálogo, fían todo a la imagen, sino las que –opinen lo que opinen sobre cuestiones espirituales e incluso sobre creencias, sean éstas religiosas o de otro género– confían en la realidad y en los actores, que a fin de cuentas, son personas de las que lo verdaderamente importante, como materia prima cinematográfica, son los cuerpos (con su manera de avanzar o retroceder, de saltar o desplomarse, de estar tranquilos o en tensión, de escuchar o conversar) y las voces. Y entonces nos encontraríamos con que no es más materialista Bresson que Dreyer ni Straub que Rossellini, y probablemente ninguno de ellos llegue a serlo en tan gran medida como Allan Dwan, Leo McCarey, John Ford, Charles Chaplin, Ida Lupino y cuatro o cinco japoneses.
domingo, julio 01, 2012
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