Comienzo de un
ensayo de Zadie Smith:
Quiero que piensen en un
joven llamado Clive. Clive tiene una misión literaria que nos resulta familiar:
quiere escribir la novela perfecta. Clive posee bastantes cualidades: es
inteligente y leído, ha estudiado la escritura contemporánea y ve con claridad
en lo que han fallado sus contemporáneos, ha leído muchísima teoría literaria,
esas pistas elegantes para novelas aún no escritas, y ya está preparado para
construir una casa propia de palabras que no ha de tener paralelo. Puede que
Clive, incluso, enseñe el arte de escribir novelas, las diseccione y las vuelva
a juntar. Si escribir es un trabajo artesanal, tiene todas las herramientas,
todas las habilidades. Clive está preparado. Prepara un espacio en su casa,
invierte en una silla ergonómica y se sienta frente a la posibilidad en blanco
de un procesador de textos. Flotando sobre su escritorio ve el esquema perfecto
de su novela platónica. Todo lo que tiene que hacer es hacerla descender del
éter a lo real. Se emociona. Comienza.
Adelantémonos tres años. A
pesar de todos los esfuerzos de Clive, la novela que trajo a la existencia no
es la novela perfecta que flotaba tan tentadora sobre su pantalla. Es un pobre
simulacro, la sombra de una sombra. En el camino que va del sueño a la realidad
ha perdido su aura de perfección. Su forma ha cambiado, es irreconocible. Algo
pasó en el proceso, algo casi imposible de articular. Por ejemplo, cuando se
trataba de dar forma al personaje de la economista corrupta que trabaja para el
gobierno, María Gómez, que es vital para el tema central de Clive de la
corrupción en la política americana, descubrió que necesitaba algo más que “las
palabras correctas” o “saber de economía”. María Gómez demuestra las ideas de
Clive sobre el sueño americano roto, pero, por otra parte, inefable, no resulta
tan convincente como Clive quería. Para él fue difícil meterse en su blusa de
seda, en su falda. Incluso meterse en su piel. Y después, intentando describir
el matrimonio de María, Clive descubrió que quería escribir aforismos
inteligentes sobre el Matrimonio, con mayúscula, en lugar de describir el
matrimonio de María, algo que, pensando en su propio matrimonio, parecía, de
repente, una tarea monumental y más si su propia esposa, Karina, iba a leerlo. Y
así un millón de ejemplos. Fallas que no son simplemente fallas de lenguaje o
diseño, sino fallas … ¿de qué? ¿De Clive? Ese pensamiento le preocupa. Y
después otro, bastante más oscuro, llega. ¿Podría ser que, de ser él el lector,
y no el escritor, de su novela, pensara que es un fracaso?
Clive no se detiene en
tales pensamientos mucho tiempo. Su libro consigue un agente, su agente
consigue un editor, su novela sale al mundo. La reciben bien. Resulta que el
libro de Clive huele a literatura y parece literatura y quizá, incluso, se
siente como literatura y, al rato, Clive ya casi ha olvidado ese extraño
sentimiento de falsedad, de traición a sí mismo, que su primera novela le
provocara. Clive no sólo se vuelve un fanático de su novela sino su gran
defensor. Si un crítico señala una indulgencia por aquí, un pasaje flojo por
allá, Clive explica que eso era, simplemente, lo que deseaba. Todo está hecho
para conseguir un efecto. De hecho, a Clive no le importan esas críticas:
minucias como esas no son nada comparadas con ese sentimiento desolador de que
su primera novela no sólo no era buena sino que era falsa. Nadie le acusa de
eso. Los críticos, cuando critican, hablan del andamiaje, de la pintura de la
novela, de una mala metáfora, de un fragmento tedioso y confían en que esos
detallitos se arreglarán en la siguiente obra. Y respecto a María Gómez, todos
están de acuerdo en que ella es justo como cualquiera se imaginaría a una
economista latina y corrupta que trabajase para el gobierno. Clive está
contento y cumplido. Trabaja en la siguiente novela.
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