martes, mayo 22, 2012

Una anomalía

Fragmento de una conferencia de Octavio Paz publicada en el Nº 236 de la revista Vuelta (julio, 1996):

Debo comenzar con una pequeña confesión: participo en este seminario con cierto recelo. Las personalidades que hablarán sobre los aspectos económicos, tecnológicos, culturales y éticos de los nuevos medios de comunicación son autoridades en sus respectivas disciplinas. En cambio, yo soy un escritor. Y un escritor que escribe sobre todo poemas. Ni el poeta ni el novelista pueden hablar desde las certidumbres de la ciencia o las hipótesis de la filosofía. La literatura es un arte y, debo añadir, un arte sin reglas ni temas fijos, en perpetuo cambio tanto por su instrumento: el lenguaje, elusivo y siempre fugitivo, como por su objeto: los hombres, criaturas ondulantes y abismales. Escribir un poema o una novela es una aventura en lo desconocido. Nuestros hallazgos son descubrimientos como los de los científicos, pero pertenecen a un orden distinto: no se resuelven en leyes generales sino en casos particulares, únicos. Una pieza teatral de Shakespeare, un soneto de Petrarca o una novela de Balzac son obras irrepetibles.
 
Otra de las razones de mi recelo: el tema de nuestras conversaciones ha sido tratado con abundancia durante los últimos años. Cierto, buena parte de lo que se ha dicho se reduce a obviedades y lugares comunes; también es cierto que muchas eminencias en los dominios de la filosofía, la educación y las ciencias sociales han hecho observaciones profundas y críticas agudas. Así pues, la única justificación de mi presencia entre ustedes radica en mi situación anómala: mi punto de vista será el de la literatura, un arte cuyo territorio es la incertidumbre misma. Por fortuna, Wole Soyinka, notable escritor, también participa en este coloquio. Se ocupará, según tengo entendido, de un tema que domina: la identidad cultural y los nuevos medios de comunicación. Mi propósito es más modesto y más general.
 
Me parece útil comenzar con una distinción archisabida y, no obstante, olvidada con frecuencia: los medios de comunicación, los escritos lo mismo que los visuales, transmiten mensajes, signos dotados de este o de aquel sentido, pero no son propiamente lenguajes. Sin embargo, aunque los medios de comunicación no son sino canales de transmisión de signos visuales y orales, su relación con el lenguaje es íntima y, en cierto modo, determinante. Los medios no son signos pero influyen poderosamente en ellos e incluso los cambian. Poseen, por sí mismos, sentido y significación. Esa significación es, sobre todo, histórica. Me explico: cada medio corresponde a un tipo de sociedad: no es lo mismo participar en un diálogo de la Academia platónica o en una discusión pública en el Foro romano que contemplar en una pantalla de televisión una mesa redonda sobre este o aquel asunto. En el segundo caso el espectador es pasivo ya que no tiene la posibilidad de replicar. Ha dejado de ser un interlocutor y se ha convertido en un oyente. Ahora bien, el lenguaje es esencialmente conversación, diálogo; los medios modernos suprimen el diálogo y así modifican substancialmente al lenguaje: la comunicación se vuelve unilateral. El cambio comenzó con el libro: leer es un acto solitario y las opiniones y reacciones del lector son privadas, pertenecen a su fuero interno. No obstante, el diálogo no desaparece enteramente: el libro es un teatro fantasmal en el que dos desconocidos se enfrentan. El autor propone y el lector dispone. El caso de la radio es semejante: aunque no vemos signos, como en la página, oímos palabras, es decir, signos orales. Con la televisión aparece algo muy distinto.
 
La televisión no presenta signos sino, predominantemente, imágenes. El espectador es el testigo impotente de escenas que poseen una doble realidad: son hechos y son imágenes. El “texto” que nos ofrece la televisión es irrefutable: no está compuesto por signos que se refieren a esta o aquella realidad sino por imágenes que se presentan como si fuesen la realidad misma. La verdad es que esas imágenes son versiones o puntos de vista del suceso y, por lo tanto, implícitamente, son opiniones; sin embargo, nunca aparecen como opiniones sino como realidades. De ahí que la información transmitida, incluso si es verídica, sea en cierto modo equívoca. Los historiadores discuten años y años sobre lo que pasó realmente en el Congreso de Viena o en la batalla del Mame; la televisión es instantánea, indiscutible e irrefutable. No quiero decir que las imágenes de los noticiarios, por ejemplo, sean mentirosas; digo que en nuestra relación con ellas se suprimen la crítica y el diálogo. Todos los días encendemos nuestros aparatos para enterarnos de lo que ocurre en nuestro país y en el mundo; todos los días, asimismo, presenciamos discusiones en las que los expertos debaten sobre temas de su especialidad. Esas informaciones y esas discusiones son útiles e incluso instructivas pero el espectador, al apagar su aparato, se queda con la impresión de que ha visto y oído a personas remotas e intangibles, que hablan para todos. Y hablar para todos es hablar con nadie.

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