Tres fragmentos del reportaje sobre Gustavo Escanlar firmado por el escritor chileno Alberto Fuguet para el libro Los malditos (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2011):
Ahora, después de haber regresado de Montevideo, siento
que lo que me tocó vivir en esa ciudad fue una novelita trash. Escanlar era
mucho más oscuro, estaba mucho más escindido, era mucho más complejo que sus
festivos primeros libros de relatos, Oda al niño
prostituto (1993) y No es falta de cariño (1997), infestados de referencias pop y dibujos porno, que terminaron
leyéndose como una suerte de manifiesto pro-adolescencia y anti-establishment, lo que, para
algunos, lo transformó en un autor de culto y para otros en un exhibicionista
especializado “en espantar viejas”. Era John Belushi fusionado con Bukowski,
pero sin obra. Fui a Montevideo a seguir a un escritor y me topé con un Lou
Reed que tomaba un desvío por el wild side camino a su cita diaria –obligada, culposa, merquera– con
sus padres.
¿Por qué todo lo que tengo en mis libretas, en mi
grabadora, en mi computador, en mis carpetas con fotocopias, parece los trozos de
una película que tenía protagonista pero no un guión? Fui tras un escritor y
volví salpicado de sangre, con la historia de un hombre ciego por los focos, el
maquillaje pastoso, la droga dura, la orina propia, la farándula mal iluminada
y berreta, el cotilleo, el morbo, y con la sensación de que un huracán había
azotado a la gente que lo había conocido que parecía estar recuperándose de un
mal que los había cambiado para siempre. Los que lo quisieron no estaban dispuestos
a dar la cara y los que lo odiaron tampoco. Todos, sin embargo, me hablaron
mucho. Concertaba entrevistas que iban a durar sólo cuarenta y cinco minutos y
terminaban alargándose dos horas para luego enfrentarme a frases del tipo “no
podés citarme”, “esto es muy fuerte; yo tengo hijos”; “no es bueno estar ligado
a Escanlar”; “lo desprecié, sí, pero estamos en Uruguay”; “lo quise mucho pero
no sé si deseo ver mi nombre impreso”. No entendía.
Aún no entiendo. ¿Quién era Gustavo Escanlar?
¿Era un escritor?
***
Muchos me dicen que no debería juntarme con Arbilla
porque, justamente, pertenece a Búsqueda, un “pasquín facho”, “una sábana reaccionaria”.
Arbilla me pregunta:
–¿Qué te han dicho de mí?
Le digo y se ríe. Dice que, para él, Búsqueda es “de
centro-derecha y liberal”.
–Aquí escribe Vargas Llosa. Eso le gustaba a Gustavo.
Pero, para decir la verdad, todos me han hablado mal de
todo el mundo: “ojo, ten cuidado: es turbio”; “no le creas”; “es un hijo de puta”.
Por ejemplo: le escribo a un escritor que conozco, un tipo encantador, aunque
otros me dicen que no lo es. Me responde que estará feliz de verme y me invita
a su casa. Le respondo aceptando y diciéndole que estoy intentando saber más de
Gustavo Escanlar.
No vuelve a escribirme. Imagino que porque Escanlar lo
consideraba un enemigo. Pero Escanlar también descalificó a Benedetti y se mofaba
de Galeano y se burlaba del dramaturgo y novelista Mauricio Rosencof (que
estuvo varios años preso y fue torturado por la dictadura en la cárcel de Punta
Carretas, hoy un shopping), que lo acusaba de falta de ética y caradurismo.
–¿Estás escribiendo de quien…?
–¿Alguien de verdad te mandó para acá…? ¿Te pagaron el
pasaje? ¿Escanlar?
–Mirá: hablemos pero off
the record, ¿tá?
–No sé si quiero hablar de él. Fuimos amigos, confié en
él. Sé que murió odiándome. Yo no lo odio, no lo odié. Quise odiarlo.
–¿Escanlar? ¿Esto es una broma?
–Gustavo no era facho, que seguro ya te lo han dicho, ¿o
no?;
¿Qué más te han dicho? –me dice Danilo Arbilla.
¿Qué más me han dicho? Qué no me han dicho. Lo
refrescante, lo que impresiona, es que el primero que dijo todas esas cosas fue
el mismo Escanlar en sus textos, entrevistas y declaraciones.
–Yo creo que era de izquierda más que derecha –insiste
Arbilla–. Su tema era más generacional; más un asunto de estética que, digamos,
de ética.
El escritor Gabriel Peveroni cree lo mismo.
–Ni de derecha ni de izquierda. Era un provocador. Y como
la cultura y el establishment están dominados por la gerontocracia de izquierda, sus
dardos fueron para ahí una y otra vez, hasta quedarse sin espacio. Creo que fue
creando el personaje y que al final esa era su forma de relacionarse con el
mundo. Su prestigio no se diluía por atacar a esos nombres y te diría que a la
larga el que ganó fue Escanlar. Nadie con dos dedos de frente en Uruguay
defiende a Benedetti como poeta, nadie piensa a Galeano como escritor y de
Rosencof se piensa que es un viejo narcisista que tiene un delirio con Artigas.
Todas esas cosas las fue diciendo. El tema es que aburrió, y ese es un factor
que él no podía controlar, porque vivía de eso y tenía que hablar por la radio,
escribir crónicas y decir pavadas en la tele. El personaje se lo fue comiendo.
***
La segunda y última vez que lo vi fue en Madrid. Recuerdo
retazos de imágenes, frases sueltas: “¿Sabés dónde se consigue hachish?”. Trato
de ubicar, en Montevideo, a Daniel Mella, otro escritor uruguayo que estaba
invitado a ese congreso organizado por Casa de América y la editorial Lengua de
Trapo, en mayo del 1999, con ocasión del lanzamiento de Líneas aéreas, una antología de
cuentos inéditos que intentaba reunir a todos los autores latinoamericanos
nacidos después del año 1960, o sea, post boom. Escanlar y Mella, que tenía por entonces 22 años,
fueron las estrellas de ese congreso. Todos hablan de “los uruguayos”, pero
casi no recuerdo haber hablado con Escanlar. Lo recuerdo un día, sudado, cuando
apareció con Daniel Mella, que parecía un surfista californiano. Escanlar
tomaba agua mineral y nos decía que había visto Todo sobre mi madre y que se quería follar a Cecilia Roth. Recuerdo eso. Pero lo vi muy poco.
Él andaba en plan demoler hoteles (y comprar remeras y drogas y anteojos y discos)
y yo ya sólo quería dormir en ellos. Su cuento era uno de los mejores de la
antología, quizás uno de los más comentados por los asistentes. Se llamaba “Una
fiesta popular” y terminó convirtiéndose, años después, en prólogo o primer
capítulo de su novela La alemana (una suerte de segunda parte de Estokolmo pero de una
violencia gore inusitada, que tuvo una pequeña vida anterior bajo otro nombre, Dos o tres cosas que sé de Gala, con prólogo de Peveroni y publicado en Uruguay en 2005,
en la editorial Linardi y Risso). Como nunca estaban, pero iban a todas las
fiestas, a Escanlar y a Mella les empezaron a decir Batman y Robin. Tengo esta
imagen, también, en una taberna: Escanlar con una remera negra de los Simpsons
comiendo jamón serrano y contándonos que se iba a follar a Mella.
Hasta que llegó el día.
Me dicen que fue el primer día; yo creo que fue la
clausura. Da lo mismo. Los organizadores optaron por darle la palabra a un
invitado de honor: Mario Benedetti. La sala estaba repleta, no sólo de escritores
sino de periodistas, de diplomáticos. Yo estaba sentado en el hemiciclo.
Después de unos aplausos apareció Benedetti y empezó a dar su charla. Según
encuentro en la red, el autor de Primavera con una
esquina rota recibió a más de treinta autores nóveles
con palabras de aliento: “Algunos exquisitos dicen que las grandes utopías ya no tienen vigencia, pero
¿y las pequeñas?”. Abogó también –según un sitio de noticias culturales– por la
recuperación de la ética: “Los artistas, los intelectuales, los escritores, los
poetas tenemos que ser resistentes ante el lavado de memoria. Tenemos que volver a los valores
éticos”.
Ahí empezó la debacle.
Escanlar y Mella aparecieron en la entrada del teatro.
Estaban los dos sin camisas, sudados. Escanlar, gordo, peludo, mojado; Mella,
dorado como un muñeco Ken, lampiño. “Mira, –me dijo Edmundo Paz Soldán entonces–,
va a decir algo”. Y, en efecto, Escanlar empezó a chillar: “¡Cómo se atreve a
aconsejar a los jóvenes si usted nunca lo fue. Usted cree que la vida se divide
en blanco y negro, usted escribe puras mentiras!”. Algo así. Creo que lo
sacaron los de seguridad, pero según Daniel Mella, que ahora es un hombre y padre de familia, fue él quien
lo sacó y lo subió a un taxi para llevarlo hasta el hotel. Mella me aclara las cosas
y las ordena: Escanlar, unos años antes, había sido su profesor en
Comunicaciones (algo que hizo por un tiempo, mientras escribía mil notas y
publicaba sus primeros libros), y lo hacía leer a Bukowski y le ponía buenas
notas y le decía que era un genio y que con su pinta podía triunfar. Mella ni
siquiera lo conocía mucho, sólo como un profesor desordenado que les llenaba la
cabeza de “malas ideas pero también de una seguridad de que podíamos escribir
como queríamos, que uno podía escribir sin pensar en qué era correcto o en
estar preocupado por la crítica”.
–En rigor, no fuimos nunca amigos; era mi profesor. Nunca
tuve un lazo fuera de clases en Montevideo.
Pero cuando se toparon en Madrid se unieron “por esa cosa
de ser uruguayos”. Mella acompañó a Escanlar una noche, en su desesperado viaje
por los suburbios de Madrid buscando hachis.
Después lo dejó en el hotel y no sabe qué sucedió, pero
tiene clarísimo el momento del check-out. Estaba pagando sus extras cuando Escanlar rodó,
borracho, escalera abajo. Cuando vio a Mella, le pidió dinero.
–Guacho, pasáme unos mangos.
Mella le dio cien dólares y sintió una pena profunda.
Fue ahí, en Casa de América, en un Madrid ardiendo, la
última vez que vi a Gustavo: sudando, gritando contra quien él creía el enemigo
y que, a ojos de todos los demás, parecía un abuelito un poco pasado de moda.
Genial esto. Cómo habla además de nuestra incapacidad para entender lo que sale de la normalidad: nadie supo explicarle qué cosa era Escanlar. Salvo Peveroni, por quien quiebro un lanza en este caso, aunque es entendible ya que a él le está pasando lo mismo: se lo está comiendo el personaje también. Al ver sus últimas obras de teatro esto se entiende fácilmente.
ResponderEliminarpor favor, no vas a comparar a peverone con escanlar. el primero es un somnífero, no tiene ningún talento. Escanlar tampoco era ningún genio, pero por lo menos se leía de un tirón y era lúcido.
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