sábado, junio 02, 2012

G. E.


Tres fragmentos del reportaje sobre Gustavo Escanlar firmado por el escritor chileno Alberto Fuguet para el libro Los malditos (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2011):





Por un tiempo, en los ’90, fui un fan de Escanlar. O, al menos, un fan de la idea de Escanlar. Creí que era alguien indispensable, el mejor de todos pero el que tenía menos suerte, el Manuel Puig posmoderno-rockero que estaba dispuesto a sacrificar su obra con tal de que su obra fuera personal. Leer a Escanlar por primera vez fue impactante: no parecía latinoamericano, no parecía escritor. Más que escribir, parecía hacer música; más que narrar, parecía estar vomitando y jalando al mismo tiempo. Por eso lo invité a participar de un par de antologías que co-edité, (McOndo, con Sergio Gómez, publicada por Grijalbo en 1996, donde Escanlar participó con un cuento llamado “Gritos y susurros”; Se habla español, con Edmundo Paz Soldán, publicada por Alfaguara en el año 2000, en la que Escanlar participó con un cuento llamado “Pequeño diccionario spanglish ilustrado”) donde siempre era el mejor o, al menos, el más freak, el más eléctrico.

Ahora, después de haber regresado de Montevideo, siento que lo que me tocó vivir en esa ciudad fue una novelita trash. Escanlar era mucho más oscuro, estaba mucho más escindido, era mucho más complejo que sus festivos primeros libros de relatos, Oda al niño prostituto (1993) y No es falta de cariño (1997), infestados de referencias pop y dibujos porno, que terminaron leyéndose como una suerte de manifiesto pro-adolescencia y anti-establishment, lo que, para algunos, lo transformó en un autor de culto y para otros en un exhibicionista especializado “en espantar viejas”. Era John Belushi fusionado con Bukowski, pero sin obra. Fui a Montevideo a seguir a un escritor y me topé con un Lou Reed que tomaba un desvío por el wild side camino a su cita diaria –obligada, culposa, merquera– con sus padres.

¿Por qué todo lo que tengo en mis libretas, en mi grabadora, en mi computador, en mis carpetas con fotocopias, parece los trozos de una película que tenía protagonista pero no un guión? Fui tras un escritor y volví salpicado de sangre, con la historia de un hombre ciego por los focos, el maquillaje pastoso, la droga dura, la orina propia, la farándula mal iluminada y berreta, el cotilleo, el morbo, y con la sensación de que un huracán había azotado a la gente que lo había conocido que parecía estar recuperándose de un mal que los había cambiado para siempre. Los que lo quisieron no estaban dispuestos a dar la cara y los que lo odiaron tampoco. Todos, sin embargo, me hablaron mucho. Concertaba entrevistas que iban a durar sólo cuarenta y cinco minutos y terminaban alargándose dos horas para luego enfrentarme a frases del tipo “no podés citarme”, “esto es muy fuerte; yo tengo hijos”; “no es bueno estar ligado a Escanlar”; “lo desprecié, sí, pero estamos en Uruguay”; “lo quise mucho pero no sé si deseo ver mi nombre impreso”. No entendía.

Aún no entiendo. ¿Quién era Gustavo Escanlar? ¿Era un escritor?

***

Muchos me dicen que no debería juntarme con Arbilla porque, justamente, pertenece a Búsqueda, un “pasquín facho”, “una sábana reaccionaria”. Arbilla me pregunta:

–¿Qué te han dicho de mí?

Le digo y se ríe. Dice que, para él, Búsqueda es “de centro-derecha y liberal”.

–Aquí escribe Vargas Llosa. Eso le gustaba a Gustavo.

Pero, para decir la verdad, todos me han hablado mal de todo el mundo: “ojo, ten cuidado: es turbio”; “no le creas”; “es un hijo de puta”. Por ejemplo: le escribo a un escritor que conozco, un tipo encantador, aunque otros me dicen que no lo es. Me responde que estará feliz de verme y me invita a su casa. Le respondo aceptando y diciéndole que estoy intentando saber más de Gustavo Escanlar.

No vuelve a escribirme. Imagino que porque Escanlar lo consideraba un enemigo. Pero Escanlar también descalificó a Benedetti y se mofaba de Galeano y se burlaba del dramaturgo y novelista Mauricio Rosencof (que estuvo varios años preso y fue torturado por la dictadura en la cárcel de Punta Carretas, hoy un shopping), que lo acusaba de falta de ética y caradurismo.

–¿Estás escribiendo de quien…?

–¿Alguien de verdad te mandó para acá…? ¿Te pagaron el pasaje? ¿Escanlar?

–Mirá: hablemos pero off the record, ¿tá?

–No sé si quiero hablar de él. Fuimos amigos, confié en él. Sé que murió odiándome. Yo no lo odio, no lo odié. Quise odiarlo.

–¿Escanlar? ¿Esto es una broma?

–Gustavo no era facho, que seguro ya te lo han dicho, ¿o no?;

¿Qué más te han dicho? –me dice Danilo Arbilla.

¿Qué más me han dicho? Qué no me han dicho. Lo refrescante, lo que impresiona, es que el primero que dijo todas esas cosas fue el mismo Escanlar en sus textos, entrevistas y declaraciones.

–Yo creo que era de izquierda más que derecha –insiste Arbilla–. Su tema era más generacional; más un asunto de estética que, digamos, de ética.

El escritor Gabriel Peveroni cree lo mismo.

–Ni de derecha ni de izquierda. Era un provocador. Y como la cultura y el establishment están dominados por la gerontocracia de izquierda, sus dardos fueron para ahí una y otra vez, hasta quedarse sin espacio. Creo que fue creando el personaje y que al final esa era su forma de relacionarse con el mundo. Su prestigio no se diluía por atacar a esos nombres y te diría que a la larga el que ganó fue Escanlar. Nadie con dos dedos de frente en Uruguay defiende a Benedetti como poeta, nadie piensa a Galeano como escritor y de Rosencof se piensa que es un viejo narcisista que tiene un delirio con Artigas. Todas esas cosas las fue diciendo. El tema es que aburrió, y ese es un factor que él no podía controlar, porque vivía de eso y tenía que hablar por la radio, escribir crónicas y decir pavadas en la tele. El personaje se lo fue comiendo.

***

La segunda y última vez que lo vi fue en Madrid. Recuerdo retazos de imágenes, frases sueltas: “¿Sabés dónde se consigue hachish?”. Trato de ubicar, en Montevideo, a Daniel Mella, otro escritor uruguayo que estaba invitado a ese congreso organizado por Casa de América y la editorial Lengua de Trapo, en mayo del 1999, con ocasión del lanzamiento de Líneas aéreas, una antología de cuentos inéditos que intentaba reunir a todos los autores latinoamericanos nacidos después del año 1960, o sea, post boom. Escanlar y Mella, que tenía por entonces 22 años, fueron las estrellas de ese congreso. Todos hablan de “los uruguayos”, pero casi no recuerdo haber hablado con Escanlar. Lo recuerdo un día, sudado, cuando apareció con Daniel Mella, que parecía un surfista californiano. Escanlar tomaba agua mineral y nos decía que había visto Todo sobre mi madre y que se quería follar a Cecilia Roth. Recuerdo eso. Pero lo vi muy poco. Él andaba en plan demoler hoteles (y comprar remeras y drogas y anteojos y discos) y yo ya sólo quería dormir en ellos. Su cuento era uno de los mejores de la antología, quizás uno de los más comentados por los asistentes. Se llamaba “Una fiesta popular” y terminó convirtiéndose, años después, en prólogo o primer capítulo de su novela La alemana (una suerte de segunda parte de Estokolmo pero de una violencia gore inusitada, que tuvo una pequeña vida anterior bajo otro nombre, Dos o tres cosas que sé de Gala, con prólogo de Peveroni y publicado en Uruguay en 2005, en la editorial Linardi y Risso). Como nunca estaban, pero iban a todas las fiestas, a Escanlar y a Mella les empezaron a decir Batman y Robin. Tengo esta imagen, también, en una taberna: Escanlar con una remera negra de los Simpsons comiendo jamón serrano y contándonos que se iba a follar a Mella.

Hasta que llegó el día.

Me dicen que fue el primer día; yo creo que fue la clausura. Da lo mismo. Los organizadores optaron por darle la palabra a un invitado de honor: Mario Benedetti. La sala estaba repleta, no sólo de escritores sino de periodistas, de diplomáticos. Yo estaba sentado en el hemiciclo. Después de unos aplausos apareció Benedetti y empezó a dar su charla. Según encuentro en la red, el autor de Primavera con una esquina rota recibió a más de treinta autores nóveles con palabras de aliento: “Algunos exquisitos dicen que las grandes utopías ya no tienen vigencia, pero ¿y las pequeñas?”. Abogó también –según un sitio de noticias culturales– por la recuperación de la ética: “Los artistas, los intelectuales, los escritores, los poetas tenemos que ser resistentes ante el lavado de memoria. Tenemos que volver a los valores éticos”.

Ahí empezó la debacle.

Escanlar y Mella aparecieron en la entrada del teatro. Estaban los dos sin camisas, sudados. Escanlar, gordo, peludo, mojado; Mella, dorado como un muñeco Ken, lampiño. “Mira, –me dijo Edmundo Paz Soldán entonces–, va a decir algo”. Y, en efecto, Escanlar empezó a chillar: “¡Cómo se atreve a aconsejar a los jóvenes si usted nunca lo fue. Usted cree que la vida se divide en blanco y negro, usted escribe puras mentiras!”. Algo así. Creo que lo sacaron los de seguridad, pero según Daniel Mella, que ahora es un hombre y padre de familia, fue él quien lo sacó y lo subió a un taxi para llevarlo hasta el hotel. Mella me aclara las cosas y las ordena: Escanlar, unos años antes, había sido su profesor en Comunicaciones (algo que hizo por un tiempo, mientras escribía mil notas y publicaba sus primeros libros), y lo hacía leer a Bukowski y le ponía buenas notas y le decía que era un genio y que con su pinta podía triunfar. Mella ni siquiera lo conocía mucho, sólo como un profesor desordenado que les llenaba la cabeza de “malas ideas pero también de una seguridad de que podíamos escribir como queríamos, que uno podía escribir sin pensar en qué era correcto o en estar preocupado por la crítica”.

–En rigor, no fuimos nunca amigos; era mi profesor. Nunca tuve un lazo fuera de clases en Montevideo.

Pero cuando se toparon en Madrid se unieron “por esa cosa de ser uruguayos”. Mella acompañó a Escanlar una noche, en su desesperado viaje por los suburbios de Madrid buscando hachis.

Después lo dejó en el hotel y no sabe qué sucedió, pero tiene clarísimo el momento del check-out. Estaba pagando sus extras cuando Escanlar rodó, borracho, escalera abajo. Cuando vio a Mella, le pidió dinero.

–Guacho, pasáme unos mangos.

Mella le dio cien dólares y sintió una pena profunda.

Fue ahí, en Casa de América, en un Madrid ardiendo, la última vez que vi a Gustavo: sudando, gritando contra quien él creía el enemigo y que, a ojos de todos los demás, parecía un abuelito un poco pasado de moda.

2 comentarios:

  1. Genial esto. Cómo habla además de nuestra incapacidad para entender lo que sale de la normalidad: nadie supo explicarle qué cosa era Escanlar. Salvo Peveroni, por quien quiebro un lanza en este caso, aunque es entendible ya que a él le está pasando lo mismo: se lo está comiendo el personaje también. Al ver sus últimas obras de teatro esto se entiende fácilmente.

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  2. por favor, no vas a comparar a peverone con escanlar. el primero es un somnífero, no tiene ningún talento. Escanlar tampoco era ningún genio, pero por lo menos se leía de un tirón y era lúcido.

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