JUAN FRANCISCO FERRÉ | La vuelta al mundo
Uno de sus grandes intérpretes (Fredric Jameson) llamó a Philip K. Dick (en adelante, PKD) el “Shakespeare de la ciencia-ficción”, pero irónicamente sus tramas lo aproximan más a Calderón o a Borges, maestros de la irrealidad espectacular y el ilusionismo especulativo. El motivo de que las novelas y relatos de PKD sigan fascinando al lector, a pesar de (o, como creen algunos fans descerebrados, gracias a) su estilo descuidado y su desmañada (de)construcción genérica, radica en que cada obra de PKD, incluso las más fallida o reiterativa, obliga al lector desprejuiciado a hacerse la gran pregunta filosófica: ¿Qué es la realidad? ¿Cuánto hay de real en la realidad?
Pero lo más sorprendente es que esta interrogación radical la comenzó PKD durante los años cincuenta, inmerso en los parámetros estéticos del realismo más pedestre (en novelas entonces inéditas como Ir tirando o Confesiones de un artista de mierda, que anticipaban la retórica narrativa del realismo sucio sin pretenderlo), antes de darse cuenta de lo insatisfactorio de sus resultados y ambiciones. De hecho, Confesiones forma un extraño díptico con Tiempo desarticulado, una de sus primeras novelas de ciencia-ficción. En ambas se da la misma descripción minuciosa de la realidad americana de la época, con similares problemas existenciales, abulia suburbial y vidas malogradas, pero en una el decorado urbano se presenta como mímesis verosímil y en otra como simulación tecnológica. Esta transición estética expresa la idea de una América cuya cultura, según Kim Stanley Robinson, comenzaba a estar dominada por la tecnología.
En la enredada trama de Tiempo desarticulado, el protagonista descubre gradualmente que la realidad donde vive instalado como un marginal es un simulacro perfecto de la realidad histórica generado para él como hábitat ilusorio por el poder tecnológico-militar de 1998 con objeto de que sirva mejor a sus fines tácticos o estratégicos. Esta ingeniosa resolución narrativa es un paradigma del efecto exhilarante o angustioso, según el humor de cada cual, producido por las invenciones literarias de PKD: el extrañamiento experimental de ficciones que desgarran las apariencias y ponen en juego hasta el límite de sus posibilidades las ideas y estereotipos ideológicos que los diversos lectores manejan sobre la realidad. Si se lee como alegoría, en cambio, funciona como retrato (o autorretrato) desengañado del ambiguo lugar y el papel del escritor en el contexto cultural y político de la guerra fría y aún después.
Por tanto, la conciencia crítica de lo real obligó a PKD a transgredir los límites estéticos del realismo y poner en crisis los fundamentos filosóficos del mundo (“Desmonté el universo hasta encontrar su estructura básica”, declaró a propósito de Tiempo de Marte, otra de sus grandes novelas) y revelar la condición totalmente artificial de la realidad percibida. Baudrillard, uno de sus mejores lectores, señaló que el motivo principal de la singularidad de PKD se fundaba en la ambientación de sus ficciones escasamente científicas en “un universo regido por el principio de la simulación”, donde lo real se habría convertido paradójicamente en “nuestra verdadera utopía”. Así, en El hombre en el castillo, uno de sus grandes textos, simula un mundo histórico en el que la segunda guerra mundial la han ganado Alemania y Japón y se atribuye a un misterioso libro el contrapoder de deshacer la ficción de realidad sustentada por el poder hegemónico.
PKD acertó así a renovar el género de la ciencia-ficción, y acaso a consumarlo, redefiniendo su núcleo conceptual a partir del choque ontológico entre lo real y lo virtual y su potencial anulación mutua. En Ubik, su obra maestra, la multiforme mercancía mencionada en el título (una imagen cosificada de la divinidad) consigue enlazar, con su presencia ubicua de simulacro comercial, versiones excluyentes de la realidad temporal en la que, sin saber si viven o mueren, se mueven atrapados los personajes. Esta ficción fundamental supone, además, la aplicación lógica más rigurosa de la idea “dickiana” de la generación o degeneración de lo real (mundos encastrados, planos de realidad tangentes y zonas temporalmente autónomas, mundos inconexos, regresivos o residuales, etc.) desplegada también en novelas como Ojo en el cielo, Laberinto de muerte y Los tres estigmas de Palmer Eldritch, otra deslumbrante extrapolación futurista del siniestro mundo conspirativo de las corporaciones y la explotación capitalista.
Pero la inquisición sobre la realidad parecería incompleta si PKD no se hubiera interrogado simultáneamente sobre la condición humana, a través del antagonismo cognitivo con el androide, en artefactos fascinantes como Simulacra y Podemos construirle, o en el memorable relato La hormiga eléctrica. La apoteosis de este conflicto, sin embargo, la representa ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en cuya sofisticada trama la confusión entre androides y humanos se vuelve pura paranoia moral controlada policialmente (con ese supremo detector de “inhumanidad” que es el Test Voigt-Kampff) mientras la frontera “natural” entre ambas clases de criaturas es interrogada y explorada con perversa curiosidad (hasta el punto de incluir el coito adúltero de Deckard con Rachael, una androide seductora que empatiza con él).
Mientras se intoxicaba gradualmente con la droga mental segregada por su cerebro sobreexcitado, PKD iba trazando un mapa de la realidad donde el lector podía observar paso a paso el proceso por el que el mapa iba conformando el territorio hasta fundirse o confundirse finalmente con él. No es extraño, por tanto, que en la última etapa de su vida (como muestra la trilogía VALIS) PKD acabara metamorfoseado en uno de sus esquizofrénicos personajes, tratando de fugarse del mundo “real” californiano a un dudoso mundo alternativo de fantasías religiosas, como un profético precursor de la espiritualidad new age.
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