Por Luciano Monteagudo
Una chica, una perra y un auto. Eso es todo lo que necesita Kelly Reichardt para hacer una pequeña gran película, capaz de dar cuenta del triste paisaje de hoy en los Estados Unidos, surcado por el desempleo y la desesperanza. Filmada con un presupuesto equivalente al que en Avatar apenas si pagaba el catering de una semana de rodaje, Wendy & Lucy es además una película consecuente consigo misma: su producción es tan austera como su estilo, seco y despojado. Esto no implica, sin embargo, que se pueda hablar de minimalismo: es verdad que Reichardt se libra de todo aquello que no es absolutamente esencial a su relato, pero al mismo tiempo Wendy & Lucy consigue trascender aquello que narra, su pequeña anécdota, para terminar describiendo un estado de situación mucho más amplio, que habla de un nuevo desencanto del famoso sueño americano.
No deja de ser sintomático que una película que tiene todo el espíritu de una road movie empiece con un auto que ni siquiera se puede poner en marcha. Se supone que Wendy (Michelle Williams, estupenda) y su cariñosa perra Lucy vienen viajando de lejos en su destartalado Honda Accord. Pero para cuando llegan a una ciudad como tantas del estado de Oregon, en su improbable viaje a Alaska, el coche una mañana se niega a seguir. El asunto es más grave de lo que parece, no sólo porque la reparación saldría más cara de lo que vale el auto, sino porque ese auto es el hogar de Wendy y Lucy, su único refugio, el último madero al que parecen poder aferrarse. La plata también empieza a escasear y una idea malhadada de Wendy, que la lleva a pasar unas horas en la cárcel, implica que pierda a su querida Lucy. Su deambular en busca de Lucy por ese pueblo monótono, casi vacío, que parece salido de un mal sueño, expresará muy bien la soledad casi metafísica de Wendy.
A diferencia de lo que sucedía con el llamado Nuevo Cine Americano de los años ’70, donde salir a la ruta implicaba conocer otros mundos y nuevos personajes, toda una realidad sucia y dura pero viva que Hollywood parecía haber escondido debajo de la alfombra, en Wendy & Lucy la protagonista ya casi no tiene con quién encontrarse. Salvo por ese veterano empleado de seguridad que se pasa doce horas por día vigilando una playa de estacionamiento siempre desocupada (“Es mejor que mi trabajo anterior”, dice, con lo cual ya da una idea del estado de las cosas), Wendy prácticamente no tiene un verdadero diálogo con nadie. Los hippies con quienes al comienzo se cruza cerca de un playón de ferrocarril –y que ya vuelven vencidos de esa Alaska a la que Wendy pretende llegar– son figuras del pasado, fantasmas de un cine con el que Kelly Reichardt sin duda se siente identificada pero que sabe que ha quedado definitivamente atrás.
(sigue en Página/12)
Hola,¿Qué tal? Interesante artículo,te felicito y está muy bueno lo que dice.Te invito a que te pases por mi blog,la dirección es www.martutehabladetodo.blogspot.com .Desde ya te aviso que agregaré tu blog como uno de mis favoritos.Te mando un saludo grande,que tengas felices fiestas.
ResponderEliminar