Ugetsu Monogatari (1953) es un film bello y misterioso: una historia habitada por fantasmas tremendamente humanos, un fresco social que toma como marco las guerras que asolaron Japón a finales del siglo XVI, y un cuento moral sobre los peligros de la ambición. Kenji Mizoguchi vuelca el saber de más de treinta años de carrera en una película donde todas estas facetas conviven sin estridencias, gracias a una atmósfera ciertamente peculiar donde las luces y las sombras juegan a su antojo y la naturaleza nos habla con rumoroso sigilo, desvaneciéndose entre las brumas.
La magistral secuencia del cruce por el río servirá al director de trampolín para adentrarnos en un mundo de borrosos confines donde la belleza siniestra del paisaje sirve de presagio fatalista para el cruel destino de esta familia. Así sucede con el canto femenino que acompaña a las imágenes y que volveremos a escuchar después, como tema del baile de Lady Wakasa. El plano en leve contrapicado de Ohama, remando por unas aguas cristalinas que brillan bajo la pálida luz de la luna y el de la barca que aparece de repente entre la niebla, como si de una visión se tratara, poseen un magnetismo altamente expresivo, producto del eficaz trabajo del realizador japonés sobre un resbaladizo terreno donde lo enigmático y lo bello se dan la mano.
Sirviéndose del plano secuencia y de movimientos de cámara lentos y sinuosos –que incluso le permiten enlazar distintos travellings sin que apenas se note la sutura– Mizoguchi traza un sugerente mapa de los escenarios de su película. El sentido trascendental que este realizador otorga al aspecto formal encuentra un significativo ejemplo en la secuencia en que Genjuro y la princesa Wakasa están tomando un baño. Mizoguchi decidirá dejar en off sus aventuras amorosas y la cámara se deslizará lateralmente, mediante un largo y deslumbrante travelling, hasta que volvamos a encontrarnos con los personajes sentados sobre una estora, en la hierba. Este movimiento sin cortes no sólo pone en duda la esfera temporal en la que se mueve el film, también sugiere la idea de que el reino de esta misteriosa princesa pertenece a otra dimensión. Por otro lado, aquí encontramos además una buena muestra de ese pudor –al que Serge Daney ya dedicó interesantes reflexiones– tan característico del cineasta, quien, como consecuencia lógica de esto, también optará por dejar fuera de campo casi todas las escenas violentas del film.
El tratamiento de la luz, unas veces naturalista, otras fantasmagórica e irreal, se convertirá en un macabro teatro de sombras en el tramo que tiene lugar en los aposentos de la princesa, donde la progresiva vampirización que ésta ejerce sobre Genjuro se llevará a cabo entre inquietantes penumbras. También en las escenas filmadas desde dentro de las casas y especialmente en la del puesto de armaduras, donde el marco de la puerta traza el límite entre los oscuros interiores y el brillante paisaje que se extiende al otro lado, la iluminación cobrará especial protagonismo al propiciar la visión del protagonista.
La arquitectura de las construcciones japonesas y las líneas geómetricas que esconde la naturaleza serán tratadas con exquisito gusto visual por Mizoguchi, que las utilizará para reforzar sus trabajados encuadres, obteniendo composiciones extremadamente complejas que juegan constantemente con los volúmenes de los objetos y con la profundidad de campo. Las secuencias con multitudes son las más espectaculares en este sentido, pero también momentos más íntimos consiguen beneficiarse de esa fuerza (la escena en que Genjuro y su esposa trabajan la arcilla mientras suenan unos timbales como motivo musical de la obsesión del marido).
En el último pasaje de la película –y uno de los más hermosos–, el pequeño Genichi, precoz e intuitivo conocedor de las terribles consecuencias de la guerra y de los extraños caminos del espíritu, arreglará las flores que crecen junto a la sepultura de su madre y nutrirá el alma de ésta echando sobre la tierra un plato de comida. Ugetsu Monogatari, oda a la família y a la mujer –de cuya capacidad de sacrificio Mizoguchi dejará constancia en estremecedores retratos– permite vislumbrar la esperanza de una vida eterna al final de un túnel de crueldad y dolor, más allá de la muerte física, y de la niebla.
–Cristina Álvarez, Alicia y los Espejos
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