Por ANGEL FARETTA
El cine inglés de fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta del siglo ya pasado, descubrió que en Inglaterra había humo, pero que éste no era producto tan sólo de la sempiterna niebla, sino de las chimeneas de las fábricas. Que los suburbios eran sórdidos y feos y que Londres y la campiña no eran tan sólo una serie de ordenados chalés falso Tudor y de campos de croquet . Al parecer, dio con ese descubrimiento luego de que la década de gobiernos laboristas de posguerra no cumpliera con las promesas de ocio y socialismo, rugby y cultura clásica obtenidas mediante becas universitarias repartidas a troche y moche para pernoctar en añosas instituciones educativas. El tema es que si entraban en tales lugares, salían con algunas nociones de latín y con amplias raciones de resentimiento. Allí surgieron los corredores de fondo y los iracundos de sábados y domingo, los que recordaban ese pasado cercano con ira y gritos, pero con parejo inmovilismo. Muy similar al de los que habían quedado estucados en un pétreo pasado tory que se parecía a la merienda perpetua de Lewis Carrol. Allí, media docena de novelistas y dramaturgos y poco menos de directores de cine, surgidos de tales becas y facilidades financieras, crearon y exportaron una Inglaterra lóbrega y resentida. Tanto si se jugaba al rugby como si se intentaba, sin fortuna, trepar algunos escalones en la escala social para acceder a chalecos cuadrillé, cardigans , pipas, blazers o a más y mejor escocés con soda. Además de la grisura de sus filmes, debido a las odiosas chimeneas más que al clima neblinoso de la isla, en estas vistas fílmicas las mujeres correspondientes de tales exiguos universos imaginativos comenzaron a exhibir su ropa interior. Más aún, muchos nos enteramos de que las inglesas también usaban lencería y hasta es posible que algunos comprendieran que los corpiños eran un invento de las mujeres italianas y que también –como el tenedor y los automóviles de fórmula uno– habían pasado de Italia hasta Inglaterra. Eso sí, estas inglesas fumaban mucho más, le daban duro y parejo al gin y miraban a sus hombres con un rictus amargo, al parecer sumando una cuota de agrio desdén por no haber alcanzado los estándares de vida prometidos por el partido laborista. Eso sí, todos ellos se rebelaban en voz baja, con resentidos epigramas emitidos en escuálidos pubs y en locales de baile atestados de humo y música de seudo jazz . Hasta eran capaces de golpear con sus puños sobre la mesa de sus casas proletarias –donde siempre se estaba comiendo avena recalentada– tras lo cual se calzaban una campera de cuero, algo zaherida por el maltrato, para salir en busca de alguna rubia cenicienta de cara vacuna para desfogar una revolución inconclusa mediante un coito, al parecer tan inconcluso como la revolución prometida. Al menos la cara de la rubia así lo dejaba entrever luego. Muy poco después estos iracundos insulares se perdieron, entre nieblas del Támesis y cerveza aguada, en la misma bruma indecisa que los había engendrado. Sus figuras encorvadas por el pesado rencor que cargaban sobre las espaldas se fueron difuminando entre ese clima puntillista de grises acerados.
Una flor de invernadero artificial surgió como coda de ese clima mental, un filme que conseguía la revolución armada aunque era –desde luego– también alegórica. Finalmente ese Oxford-Cambridge mental tan odiado era barrido a punta de pistola, más un obús suplementario, por un mix de guevarismo, feminismo y amor homosexual que masacraba en un prolongado plano final un combo de familia, iglesia anglicana y hasta de rancio humanismo liberal. Se tituló If... (dirigida por Lindsay Anderson) y se postulaba desde su título como respuesta polémica al conocido poema gnómico de Rudyard Kipling. ¿El año? Nada menos que 1968. El mismo del carnaval parisino. El tema es que tales modos de manifestación, para nada alegóricos ni tardíos –como estos ingleses póstumos o los parisinos reciclados–, se habían trasladado y más que organizadamente a otras zonas de Occidente.
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