miércoles, diciembre 15, 2010

La autoridad que da el fracaso

por Martin Schifino

Lo mítico, siempre sujeto a las evaluaciones de la historia, no es algo a lo que un escritor pueda aspirar legítimamente, pero el mitógrafo de sí mismo crea al menos una expectativa. En las letras norteamericanas, Francis Scott Fitzgerald alumbró su propia leyenda. La tendencia a verlo como una efigie de la llamada era del jazz proviene de que fue antes su cronista; la de considerarlo un romántico desencantado se desprende de sus personajes. Incluso si se lo relega a figura del desastre, es imposible olvidar que describió su propio desmoronamiento. Fitzgerald, un consumado retratista de la frivolidad, resulta especialmente profético al hablar del ambiente de juergas, desenfreno, chicas a la moda (o flappers ) y vacaciones en la Riviera. Los años veinte le parecieron un momento “de estimulación nerviosa, no muy diferente al de las grandes ciudades que se hallan detrás de una línea de fuego”, una comparación que nos alerta sobre la promesa de resaca que contenía la fiesta. No era para menos: la sociedad europea y norteamericana, apenas salida de la Gran Guerra, se encaminaba a la peor depresión de la historia, por no hablar de la peor catástrofe global. Como escritor, Fitzgerald encontró un incómodo estímulo en aquel estado de suspenso. En los años treinta, escribió sobre los veinte: “Todas las historias que se me ocurrían tenían algo de desastroso: la criaturas amables y jóvenes de mis novelas acababan arruinadas, las montañas de diamantes de mis cuentos saltaban por los aires, mis millonarios eran tan hermosos y malditos como los campesinos de Thomas Hardy. En la vida estas cosas no habían ocurrido aún, pero yo estaba seguro de que vivir no era el quehacer descuidado e irreverente que se suponía”. Si Gatsby, su personaje emblemático, soñaba con la “luz verde” de un “futuro orgástico”, el autor lo sabía una quimera.

(sigue en Ñ)

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