En una entrevista, motivada por la publicación de su último libro, Don de Lillo reflexionaba sobre las infinitas divisiones del tiempo, sobre cómo nuestra cultura se ha construido sobre una convención temporal sumamente frágil. Cualquier narración habla del tiempo pero solo algunas lo eligen como claro protagonista, desvelando sus debilidades y paradojas. Una de ellas es este breve y determinante relato.
Publicado en los lejanos y tumultuosos años 30, En los sueños empiezan las responsabilidades aún es un referente de la modernidad, tanto como los óleos expresionistas de aquella misma década. ¿Significa esto que Schwartz fue un adelantado a su tiempo o que la evolución de la literatura se ha detenido? Posiblemente ambas respuestas sean válidas.
Ya rescatado por Richard Ford en su mítica antología, este relato representa un oscuro viaje hacia lo que sabemos e ignoramos de nuestros orígenes. O, mejor dicho, hacia lo que creemos saber y creemos ignorar. Hacia un conocimiento irremediable y fallido cuyo mejor depósito es el sueño. Los sueños, como demostró Arthur Schniltzer en aquel maravilloso Relato soñado, no son inocentes. Pasamos años y años de nuestras vidas en su compañía. Nos alivian, nos aterrorizan y, sin embargo, apenas les concedemos el espacio de la superchería o el psicoanálisis.
Desde la primera página nos encontramos frente a una voz extraña, que contempla en una pantalla cinematográfica sus orígenes (porque es la causa de su existencia lo que vislumbra, entre tinieblas, en esa larga itinerancia de sus padres). Un narrador con quien cualquier lector se identifica casi de inmediato. Así ocurre porque, en gran parte, es él mismo. Todos los lectores poseen, poseemos, las mismas dudas y los mismos indicios sobre nuestros brumosos orígenes.
La prosa de Schwartz es lírica pero no carece de vigor narrativo. Combina con acierto y sin ruptura un momento de plenitud –el visionado en el cine de los sueños de los propios orígenes, la belleza de un primer encuentro entre dos jóvenes ilusionados- y el terror en el que degenera, definido, más que por información directa, por un magnífico correlato, en el que destaca un mar cuya belleza lentamente se convierte en abrumadora violencia.
Una pequeña obra maestra –si tan manida denominación sigue conservando sentido debe aplicarse a libros como éste- contenida en un minúsculo y bello libro.
-Recaredo Veredas, Culturamas
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