por Guillermo Altares
Venecia es mucho más que una ciudad, es un estado de ánimo, un recuerdo, una forma de ver el mundo. También es una urbe asediada por el turismo, con sus calles tan atestadas que a veces resulta difícil caminar por ellas, pero es un lugar ante el que es imposible no rendirse. Ha atraído a pintores, cineastas, músicos y escritores a lo largo de los siglos, atesora versos e imágenes infinitos, pero también millones de tiendas para turistas, con los objetos más kitsch que se puedan imaginar. Es una ciudad a la que acuden los viajeros en masa y de la que huyen los venecianos: hace un año bajó del umbral de los 60.000 habitantes (la isla ha perdido la mitad de su población en 40 años). Está acechada por la subida del nivel del agua –esta misma semana volvió a producirse Acqua Alta–, por el peligro de convertirse en un parque temático. Pero no importa, Venecia es más fuerte que todo eso. Como decía uno de sus personajes más famosos,
Corto Maltés, el aventurero creado por
Hugo Pratt, es una ciudad tan bella que resultaría el final para cualquier viajero porque acabaría por no moverse. Recientemente, el suplemento de viajes de
The New York Times publicaba un magnífico artículo titulado
'Venecia en invierno'. Su autora, la corresponsal en Italia del diario neoyorquino, Rachel Donadio, recomendaba viajar a la ciudad italiana en pleno invierno con un libro bajo el brazo:
Marca de agua, del premio Nobel
Joseph Brodsky (editado por Siruela con una excelente traducción de Menchu Gutiérrez), una de las muchas obras maestras que ha dado a la literatura este rincón del Adriático. Al principio del reportaje, para describir hasta que punto Venecia es un laberinto, escuchamos un diálogo entre dos estudiantes estadounidenses. "No me importa si estamos todo el día perdidos", dice uno y el otro replica: "Tío, tampoco creo que tengamos otra opción". Es un diálogo que muestra hasta qué punto Venecia es una metáfora de la vida.
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