domingo, noviembre 14, 2010

El limbo, desde dentro

Una crónica de Hernán Casciari

Entré por primera vez a España —sin papeles— el 1 de enero de 2001. A los tres meses, cuando se me venció la visa turista, ya había decidido quedarme. Fui un indocumentado durante tres años, hasta que un bisabuelo italiano y muchos trámites me convirtieron en hijo de la Unión. Esos tres primeros años fueron complicados: no podía fumar porro en la calle ni conseguir trabajo en blanco. No podía hacer nada que llamase la atención. Tampoco podía, por ejemplo, volver a Argentina de visita, porque no me dejarían regresar. Pero volví.

I.

En los aeropuertos españoles no tienen problemas en dejarte salir con el pasaporte vencido. No les importa, incluso se alegran de que te estés yendo, porque eso es lo que quieren. Lo que no te dejan es entrar de nuevo.

Estuve en Argentina la semana en que asumió Kirchner: del 20 al 30 de mayo de 2003. Después de reencontrarme con la familia y los amigos, de ver perder a Racing en el Cilindro, de comer seis kilos de alfajores Cachafaz y de saludar por última vez a mi abuela Chola, volví a Ezeiza con mi pasaporte caduco.

En el aeropuerto de Buenos Aires un empleado de migraciones miró mi documentación inútil y me soltó una frase que nunca me olvido:

—Si este fuera un país serio —me dijo— yo no debería dejarte salir con los papeles vencidos; pero pasá, que se hagan cargo ellos. Nos vemos en cincuenta horas.

Y me dejó subir.

Entré al avión con la certeza de que en Barcelona me mandarían para casa otra vez. Es horrible estar catorce horas en el aire, sentado a diez mil metros del suelo, inmóvil y atado, con la seguridad de que, una vez en tierra, te subirán a otro avión idéntico para desandar el camino.

Cristina me esperaba en el aeropuerto del Prat cortando clavos. Yo tenía pensado patalear, gritar, hacer escándalos, incluso desmayarme si me detenían. El desmayo falso es un arma muy útil cuando sos gordo, porque nadie te puede levantar del suelo.

Pero en Barcelona me tocó un empleado de migraciones miope, o quizá cansado, que miró mis documentos con desidia y me dejó seguir viaje hasta la calle sin decir nada.

Entré al país con la misma cara de un perro que hubiera volteado una maceta. Cuando me senté en un taxi catalán y dije la dirección de mi casa, respiré por primera vez en quince horas.

Desde entonces, y hasta hoy, le presto mucha atención a las deportaciones de latinoamericanos en Barajas o en el Prat. No es solamente que me parezcan expulsiones injustas, también me producen muchísima tensión y amargura.

(sigue acá)

1 comentario:

  1. Fuera de chauvinismos baratos. Si Argentina no es un país en serio, según el aduanero permisivo de Ezeiza, España es la impostación de un país desarrollado. Y vestido de guardia civil, que es el traje que mejor le queda. Luego de transitar el mundo en serio (el que no habla español), se desprecia mucho más el señoritismo.

    ResponderEliminar