por Ángel Faretta
El 25 de noviembre de 1970 el escritor más famoso de Japón y el más conocido en el extranjero acababa de escribir: “Era un jardín resplandeciente y recoleto, sin rasgos de relieve. Como un rosario desgranado entre los dedos, el chillido estridente de las cigarras mantuvo su fuerza./ No había otro sonido. El jardín se hallaba vacío. Había llegado, pensó Honda, a un lugar sin recuerdos, sin nada. / El sol estival del mediodía caía sobre el jardín inanimado.” Era el final de su tetralogía El mar de la fertilidad. Luego se vistió con uniforme militar o paramilitar diseñado por él mismo y llegaron a continuación cuatro de sus más cercanos discípulos de un grupo llamado “Sociedad del escudo”. Se dirigieron en coche a una base militar de la ciudad.
Yukio Mishima –de él se trataba– había arreglado previamente una cita con el jefe de esa base. Siendo todo un personaje, le fue concedido tal privilegio. Cuando los recibió el comandante Mishima le comunicó que lo tomarían prisionero porque deseaba arengar a las tropas y para ello tenía que congregarlas en el patio de armas.
El discurso de Mishima apenas fue escuchado. Lo taparon los silbidos y los abucheos, al parecer proferidos con ese “wow” norteamericano sellando de manera hasta onomatopéyica el frustrado destino de la arenga del escritor vuelto militar. Incluso, según el filme que le dedicó Paul Schrader –producido por Coppola– algunos de los soldados reunidos en el patio le arrojaron latas con esa gaseosa casi sinónimo de ciertos hábitos alimentarios de los norteamericanos. De lo poco que se pudo oír, Mishima emprendía una diatriba contra el capitalismo occidental y el liberalismo que había afeminado al Japón hasta hacerlo irreconocible. Pedía –exigía– volver a honrar al emperador como la encarnación viva de la divinidad, según había sido creencia durante miles de años.
(sigue en Ñ)
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