La imagen lleva al texto de Martín Cristal, si quieren ver la molécula completa, clic acá
(L)os Levreros posibles son muchos y diversos. El escritor cordobés Martín Cristal se suelta una vez más con una creación gráfica deslumbrante. Hizo en forma de molécula un gran mapa totalizador (en el sentido de que abarca toda la obra, no en el de un mapa definitivo) que sirve para entender y organizar el panorama. Luego, cada uno podrá hacer el mapa propio, aunque yo dudo que con la misma eficacia que Cristal.
No todos los países del mundo tienen una producción de cine sostenida, es decir, una producción de tal volumen que permita hablar de “cine nacional”. Y, entre los países que sí tienen producción cinematográfica en cantidad y una tradición de décadas en este arte, muy pocos logran en estos tiempos que su cine nacional sea exitoso dentro de sus fronteras.
Están los casos de la India, y en menor medida de Egipto e Irán, cuyas películas de consumo interno son generalmente indigeribles para paladares foráneos.
También Japón tiene un fuerte mercado interno para su cine desde hace mucho tiempo, y siempre está el caso de Francia, la eterna excepción cultural. Pero el cine estrella de la última década y media, en cuanto a su espectacular conquista del mercado interno, es el de Corea del Sur.
“Nunca creímos que en el siglo XXI el asunto religioso estaría tan condenadamente presente. Que cada cual crea lo que quiera, pero ¡que sea un asunto político! (…) Mi considerable antipatía hacia Tony Blair viene precisamente por ese lado. Y eso que le voté creyendo que era de izquierdas, cuando resultó ser más de derechas que Gengis Khan. Una vez el periódico The Guardian me invitó a entrevistarlo y consulté a algunos amigos periodistas que me dijeron: “David, es imposible hacer sangre de ese hipócrita”. Así que lo rechacé. No quería contar como uno de sus triunfos. Está claro ahora, tras leer la autobiografía, que había mezclo a Dios en sus decisiones. Creo que las creencias religiosas deberían declararse en la alta política. Si yo creo que el segundo advenimiento del señor solo se dará cuando el Gran Estado de Israel está consolidado, mis votantes deberían saberlo. Si Bush y Blair pensaban que estaban conduciendo una cruzada cristiana contra las fuerzas del Islam, eso no puede ser un secreto de estado. ¿Qué Dios te dijo que invadiese un país? ¡No fastidie! ¡Cuál dios!”
John Le Carré (pseudónimo de David Cornwell) entrevista en El País
"En Francia, las injurias más abrumadoras datan de Voltaire y terminan con De Gaulle", constata Pierre Chalmin, el autor de un diccionario de injurias literarias de más de 700 páginas que apareció en Francia el 23 de setiembre. Los extractos de anticipo son absolutamente sabrosos y confirman que en todas las épocas los escritores se odiaron por diversos motivos, pero sobre todo por disidencias estéticas irreconciliables. Algo que hoy se disimula por diferentes conveniencias -¡todas las puertas que se nos cierran si criticamos a ciertos autores con poder!- pero que sigue latente y a punto de explotar como un territorio minado. Miren lo que escribe Paul Claudel acerca de André Gide: "Muerte de André Gide: la moral gana mucho y la literatura no pierde gran cosa" (vale aclarar que Gide también dijo cosas terribles de Claudel) o Jean Renoir sobre Céline: "Monsieur Céline me recuerda a una dama que tuviese dificultades periódicas, esto le provoca dolor de vientre, entonces grita y acusa a su marido. La fuerza de sus chillidos y lo licencioso de su lenguaje divierten la primera vez; la segunda vez, uno bosteza un poco; las siguientes veces, uno se las toma y la deja gritando sola". Para Henry Miller, Proust nunca va al grano: "Proust explica demasiado -para mi gusto-: 300 páginas para hacernos entender que Tutur se encama con Tatave es demasiado...".
Las entradas de este imperdible diccionario se caracterizan por tres principios: 1) la notoriedad del injuriado, 2) la calidad de aquel que injuria y 3) el carácter excesivo, humorístico, o de una total mala fe del insulto.
El título original del diccionario: ¡Cerrá la boca, Bukowski! Diccionario de injurias literarias proviene de una anécdota acontecida el 22 de septiembre de 1978 en el estudio de televisión de Apostrophes, el célebre ciclo de Bernard Pivot que en aquella ocasión recibiera a Bukowski. Parece que este último se vació dos botellas de vino durante la emisión y empezó a portarse mal, por lo cual Cavanna, otro autor invitado le espetó: "Bukowski, ta gueule! Je vais te foutre mon poing sur ta gueule!", que, traducido, sería algo así como "¡Cerrá el pico o te voy a dar un puñetazo en la jeta!". Al final del programa Bukowski confesó que le había resultado insoportable toda esa cosa intelectual, vanidosa, discursiva, y que no encontró otro modo de tolerarlo que llenándose de alcohol.
Según Chalmin, hoy se insulta de otro modo: callándose uno la boca, o conspirando con silencios. Ya no es época de duelos sangrientos sino de ese zumbido incesante de internet que amplifica todo como un eco. Pero cómo no extrañar frases como ésta de Salvador Dalí sobre Aragon: "¡Tanto y tanto arribismo para arribar a tan poco!" o la feroz parrafada de los hermanos Goncourt sobre el poeta Verlaine: "Maldición sobre ese Verlaine, sobre ese borrachín, ese pederasta, ese asesino, ese boludazo atravesado cada tanto por miedos del infierno que lo hacen cagarse en los calzones, maldición sobre ese gran pervertidor que, por su talento, ha hecho escuela entre la juventud letrada con todos los malos apetitos, con todos los gustos antinaturales, con todo lo que es asco y horror". Otro tanto se explaya Witold Gombrowicz sobre Tchaikowski: "Su obra desprende un olor insoportable, mezcla de insignificancia y de cosa superada, cosa muerta, enterrada, luego inflada artificialmente, melodías mediocres, ya perimidas". Y un tal Renard dice de George Sand que es "la vaca bretona de la literatura" (al traducir caigo en la cuenta de que "renard" en francés significa "zorro", con lo cual hay que ver quién es más animal, si el injuriado o el injuriante).
En fin, en esta época de consenso blando no viene mal la lectura de frases viscerales.
Tras el inventor de entrevistas Tommaso Debenedetti, Italia no ha tardado en aportar a la historia de la literatura a su novelista y ensayista imaginario. Se trata de un ingeniero y escritor de Udine, norte del país. Su nombre es Fabio Filipuzzi y ha publicado con su firma nada menos que seis libros entre 2006 y 2010. Tan copiosa producción presentaba leves defectos. Era una copia integral de obras ajenas. Un plagio entero y verdadero.
Empezó en la TV, y cuando saltó al cine, Julianne Moore encandiló rápidamente. No era sólo su cabello pelirrojo el que atraía; a ella le atraían los guiones jugados, y aceptaba lo que le ofrecían Paul Thomas Anderson y Todd Haynes. En sus filmes más recientes fue la mejor amiga de un gay (“Solo un hombre”) y besó a una chica (“Chloe”), y ahora tiene sexo con Annette Bening en “Mi familia”. Pero mucho antes afrontó el primer desnudo total de frente en “Ciudad de ángeles”, de Robert Altman, ella solita, con una plancha en la mano. Julianne sabe lo que quiere. - Pablo O. Scholz (Clarín)
Las ideas son como peces. Si quieres pescar pececitos, puedes permanecer en aguas poco profundas. Pero si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas más profundas. En las profundidades, los peces son más poderosos y puros. Son enormes y abstractos. Y muy bellos. Todo, cualquier cosa, surge del nivel más profundo. La física moderna denomina a ese nivel campo unificado. Cuanto más se expande la conciencia, más se profunudiza hacia dicha fuente y mayor es el pez que puede pescarse.
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La meditación trascendental te conduce a un océano de conciencia pura, de conocimiento puro. Pero te resulta familiar, eres tú. Y al instante emerge una sensación de felicidad: No de felicidad bobalicona, sino de honda belleza.
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El cine es un lenguaje. Puede decir cosas: grandes, abstractas. Y eso me encanta. No siempre se me dan bien las palabras. Algunas personas son poetas y dicen las cosas con palabras bellas. Pero el cine posee un lenguaje propio. Y con él pueden decirse muchas cosas porque cuentas con el tiempo y las secuencias. Tienes diálogos. Tienes música. Tienes efectos sonoros. Tienes muchísimas herramientas. Y, por tanto, puedes expresar un sentimiento o un pensamiento que no podrían comunicarse de otro modo. Es un medio mágico.
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Cuando pesco una idea para una película, me enamoro del modo en que el cine es capaz de expresarla. Me gustan las historias que contienen abstracciones y eso es lo que el cine puede hacer.
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Una idea es un pensamiento. Es un pensamiento que abarca más de lo que crees cuando se te ocurre. Pero en ese instante inicial salta una chispa. Te enamoras de la primera idea, de una pieza minúscula. Y en cuanto la tienes, el resto llega con el tiempo.
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Dentro de todo ser humano hay un océano de conciencia vibrante, pura. En la meditación trascendental, cuando trasciendes te zambulles en ese océano de conciencia pura. Chapoteas en él. Y es la gloria. Una gloria que te hace vibrar. Experimentar la conciencia pura la estimula, la expande. Empieza a desplegarse y crecer.
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La vida está llena de abstracciones y la única manera de entenderla es a través de la intuición. Intuición es ver la solución: verla, saberla. Es la unión de la emoción y el intelecto. Dentro de todos nosotros existe un océano de conciencia y es un océano de soluciones. Cuando te zambulles en ese océano, en esa conciencia, lo estimulas. No te sumerges en busca de soluciones específicas, te zambulles para estimular el océano de la conciencia.
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Muchas personas ya han experimentado la trascendencia, pero tal vez no lo sepan. Es una experiencia que puedes tener justo antes de irte a dormir. Estás despierto, pero experimentas una especia de caída y tal vez veas una luz blanca y sientas una pequeña sacudida de felicidad. Y te dices: Caramba. Y cuando pasas de un estado de conciencia a otro, por ejemplo de la vigilia al sueño, cruzas un vacío. Y en ese vacío, puedes trascender.
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Si la dicha empieza a crecer en nuestro interior, se enciende una luz que afecta al entorno. Entrar en una habitación donde están discutiendo no resulta agradable. Incluso cuando la discusión ha terminado, sigue flotando en el ambiente. Pero si entras en una habitación en la que alguien acaba de meditar, notas esa dicha y resulta muy placentero. Todos nosotros condicionamos a nuestro entorno. Si disfrutas de esa luz interior y potencias su brillo cada vez más, también la gozarás más. Y esa luz alcanzará cada vez más lejos.
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Es interesante observar cómo coexisten cosas que en principio no están relacionadas. Eso da que pensar. ¿Cómo se relacionan cuando parecen tan alejadas? Así se conjura una tercera cosa que casi unifica las dos primeras. Es una lucha por descubrir cómo puede funcionar la unidad en medio de la diversidad. El océano es la unidad en la que flotan las cosas.
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Amo profundamente el cine; adoro pescar ideas y me encanta meditar. Me entusiasma estimular la unidad. Y creo que la estimulación de la unidad trae consigo una vida mejor. Tal vez la iluminación todavía quede lejos, pero se dice que cuando caminas hacia la luz, a cada paso que das las cosas brillan más. Para mí, cada día es mejor. Y creo que estimular la unidad en el mundo traerá paz a la tierra.
No recordaba ningún edificio entre la Puerta de Brandemburgo y la Postdamer Platz. Sin solución de continuidad, actualmente están la embajada de Estados Unidos y el Monumento al Holocausto: allí hay chicos saltando por los bloques de hormigón de Peter Eisenman, parejas jugando al escondite y turistas sonrientes ―como nosotros― haciendo fotos. La vista desde la cúpula de Norman Foster mostraba una ciudad horadada por calvas enormes, con grúas gigantes, en una caótica reconstrucción como si acabara de terminar la guerra. Aquella vez me alojé cerca de Treptower Park, ésta lo hacemos en el barrio de Friedrichshain, ambos en un Berlín oriental que aún se diferenciaba mucho del de occidente. Ahora las moles residenciales prosoviéticas sirven de albergue para una población muy joven y urbanita. En febrero de 2001 no oí a nadie hablar castellano en la calle. En agosto de 2010 tengo la sensación de que el veinte por ciento de la gente es española o, en su defecto, catalana o vasca. La Kuntshaus Tacheles sigue más o menos igual, y su estética okupa se ha extendido por el norte de Mitte y Prenzlauer Berg. En el mercadillo de Mauerpark, la nostalgia hippy se funde con todo cuanto tenga algo de alternativo, ecologista o contestatario. «Te haces mayor», me digo, «sé flexible con estos chicos tan simpáticos que te están enseñando en qué consiste la contracultura hoy en día». En un mural de la East Gallery veo cómo, en el lugar de la nacionalidad, su autor ha rubricado «Catalunya»; en el contiguo, alguien ha grafiteado: «Libertad para el pueblo Mapuche». Una vez me llevaron a un combate de boxeo en Turín para recabar fondos contra el fascismo (no es broma), y de las paredes de la asociación colgaban ikurriñas sobre las que se podía leer: «Gora ETA». Entonces sólo me pregunté por el grado de conciencia que tenían en aquel movimiento antiglobalización, perpleja y timoratamente, debido a la claridad con la que identificaban el heroísmo con el crimen. En Berlín, la foto del beso entre Breznev y Honecker se ha convertido en un icono tan pop como la imagen del Che, el neoyorkino bar del Village KGB, las gorras del Ejército Rojo de los mercadillos asiáticos junto al museo de la RDA o el colorido de los bloques en forma de colmena para obreros del Este. En el Unter den Liden hay por supuesto Sturbucks donde antes había inmuebles deshabitados. La audioguía del Reichstag habla del incendio del parlamento que propició el ascenso nazi, del levantamiento del muro, del proceso de reunificación, de Willy Brandt, de los procedimientos del poder legislativo. Asombra el complejo político-urbanístico que bordea el Spree hasta la Hauptbanhoff donde hace nueve años no había nada. Y uno no puede dejar de pensar en el alejamiento entre las instituciones y los ciudadanos, entre la clase política y el pueblo al que aparece dedicado el frontispicio del Bundestag. Pero esta oportuna tentación resulta fácil de mezclar con el desprecio de los mecanismos democráticos cuya conquista costó tanto, con la banalización de lo que disfrutamos sin darnos cuenta, con lo sencillo que resulta ser antisistema a este lado del mundo llevando tu portátil última generación en una funda de tela inca. En el avión de regreso leo en el periódico: «Me he pasado veinte años convirtiéndome en idiota y veinte intentando dejar de serlo; con cuarenta, creo que he recobrado el equilibrio». A mí me faltan seis para cumplir los cuarenta, pero supongo que el primer paso es dejar de recordar la juventud con nostalgia.
Una de las funciones del contexto es aportar verosimilitud al relato, una función de especial importancia en la narrativa de misterio donde suelen acontecer sucesos extraños, dramáticos o terroríficos que deben situarse en lugares muy tangibles donde el lector pueda entrar como entraría a una estancia conocida. Si nos creemos el lugar, podremos creernos los personajes. Además, el contexto puede establecer desde el primer capítulo la atmósfera de la novela, ya sea de suspense, terror, miedo, amenaza o misterio.
Una de las primeras decisiones que tiene que tomar un novelista, tan importante como la elección del lugar, es el punto de vista. De quién será la mente, los ojos y los oídos a través de los que nosotros, los lectores, participamos en la trama.
El narrador en primera persona tiene la ventaja de la cercanía y de la identificación y la empatía del lector con aquel cuya voz está oyendo. También puede contribuir a la verosimilitud del relato, dado que es más probable que el lector suspenda su incredulidad en los giros más inverosímiles de la trama si escucha la explicación de boca de la persona más implicada.(...) Sin embargo, la desventaja del narrador en primera persona es que el lector sólo sabe lo que se sabe el narrador, sólo ve a través de sus ojos y sólo experimenta sus vivencias; por eso, por lo general, su uso es más apropiado en los thrillers de acción que en la narrativa detectivesca. P. D. James: "Todo lo que sé sobre novela negra" (Ediciones B)
Un matrimonio de clase media es intimidado por unos videos que recibe de manera anónima en su casa.
Un fotógrafo descubre fugazmente, al revelar su carrete, un asesinato en el parque.
Georges Laurent regresa a su infancia en busca de cualquier pista sobre el autor de las cintas. No está seguro pero ¿quién le sometería a semejante tormento?
Thomas vuelve al parque y ve, efectivamente, al hombre muerto en el suelo. Pero ¿está seguro de haber visto realmente el cuerpo?
Georges Laurent cree haber resuelto el enigma (o no). Pasa página tomando sus somníferos y se echa a dormir tras cerrar todas las ventanas. Se aísla del mundo exterior en un intento de borrar cuanto ha sucedido.
Hacia el final de Blow-up todo va volviendo a la normalidad. El cadáver y las fotografías han desaparecido.
Georges Laurent quiere olvidar, muerto el perro se acabó la rabia. A los seis años ya deseaba borrar a Majid de su vida. A Majid le introducen en el coche a la fuerza, se lo llevan para siempre, al internado.
Jane desaparece en una misteriosa escena frente al club. Se gira, comienza a caminar y… ya no volveremos a saber de ella.
El los escalones, a la salida del colegio, vemos a Pierrot charlar amigablemente con el hijo de Majid. Acabamos de descubrir que los chicos se conocían mientras los padres recibían las cintas. Pierrot había desaparecido misteriosamente unos días antes. El hijo de Majid estaba al corriente de la relación entre su padre y Georges Laurent.
De vuelta al parque, Thomas vuelve a encontrarse con los jóvenes que estaban en la primera secuencia de la película. Juegan al tenis con una pelota imaginaria, el fotógrafo simula ver la bola, hasta podemos oír su sonido. Luego, Thomas se va, caminando sin rumbo por la hierba y desaparece, como el cadáver del parque.
Blow-up consigue enredarnos audazmente en una trama de la que esperamos soluciones, pero en realidad no hay desenlace y los intérpretes se van esfumando de la película, como si despertasen de un sueño y volviesen a la situación inicial.
Caché observa la violencia apoderarse de los personajes en su lucha por seguir manteniendo el orden cotidiano. Al final todo son preguntas: quién grabó los videos, qué relación mantiene Pierrot con el hijo de Majid o la esposa con el presunto amante, que también se llama Pierre, como su hijo. Georges despertará del profundo sueño, quizás vuelva a su aburrida existencia y no le convendrá hacerse ninguna de estas preguntas. Muchas son las conjeturas sobre quién es el autor de las cintas, la más consensuada parece que es la de los chicos. Pero es imposible que ellos grabasen las escenas del granero y… harto improbable que los dos amigos filmasen la escena final en los escalones de la escuela.
Es significativo que muchos sistemas complejos se definan por su fragilidad, por su extrema dependencia a una minúscula parte. Es el caso de la mayoría de nuestros artificios electrónicos, en los que la avería en una pequeña pieza los hace inservibles, y también es el caso de nuestros sistemas socio-económicos. ¿Qué pasaría si careciéramos de luz eléctrica, pongamos por un mes? En esto, los sistemas vivos superan con mucho a nuestros productos. Un ser vivo sólo se rompe cuando se dan una serie de errores graves, teniendo una enorme tolerancia a fallos en sus partes constituyentes, autorreparándose continuamente (si es que acaso un ser vivo no se defina exclusivamente por ser un sistema de autorreparación).
De la misma forma, la teoría del caos nos dice que existen determinados sistemas en los que un pequeñísimo cambio en las condiciones iniciales puede tener graves consecuencias en el resultado final. Un sistema caótico es el sistema más frágil por definición. Quizá, como ingeniosamente nos muestra la publicidad de WWF, si el aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo, talar un solo árbol podría tener consecuencias desastrosas, a fortiori si el sistema medioambiental se caracteriza por su inestabilidad y desequilibrio.
Las mujeres tienen mejor aspecto vistas desde atrás, pero uno sólo las ve así al marcharse, cuando uno ya ha acabado con ellas, ¿y que interés pueden despertar entonces? ¿Por qué se empeña esta sociedad en que una mujer entre en una habitación con la cara por delante en vez de con el culo? Es otra de esas bizantinas complejidades civilizadas que hacen echar de menos la vida en la selva. -Thomas Pynchon
La página 676 de Contraluz-novela extraordinaria por donde se la mire- trae esta humorada. Debe ser leída en el marco del inteligentísimo juego paródico que propone el mejor escritor norteamericano vivo. Aquí, me parece que se mofa del Bardamú de Celine. De hecho, coloca el machismo rampante en boca de Piet Woevre, siniestro jefe de la policía secreta belga. Es uno de los mil personajes secundarios que enaltecen a las mil trescientas páginas, todos tallados con un amor y destreza sin par. Así describe a Woevre:
Piet Woevre, antiguo miembro de la Force Publique, cuya afición a la brutalidad, refinada en el Congo, le había parecido inapreciablemente útil a las fuerzas de seguridad de la metrópoli. En Bélgica, sus objetivos no eran, como podrían indicar los intereses periodísticos, tanto los alemanes como los 'socialistas', que era como decir eslavos y judíos. Sólo con ver por la calle el perfil de una levita más larga y holgada de lo que llevaría un gentil, ya sacaba el revólver. El parecía rubio, aunque el resto de su tez no era coherente con ese tono. Había indicios de que dedicaba mucho tiempo a su acicalamiento diario, que incluía carmín y una colonia no inequívoca. Pero Woevre era indiferente a la mayoría de las suposiciones y claves de la sexualidad cotidiana. Había dejado esas cosas muy atrás, en junglas desconocidas. Que los demás pensaran lo que quisieran; si tenía necesidad de algún tipo de expresión corporal, siempre podía mutilar o asesinar, y ya había perdido la cuenta de cuántas veces lo había hecho, sin la menor vacilación ni temor a las consecuencias.
Así se trabaja un párrafo, amigos. Como si la vida dependiera de ello. Así se distingue un escritor de primera categoría de la manada de mediocres que nos hacen perder el tiempo.
1 - Hitler inspiró la mímica de sus discursos en la técnica de dirección de Gustav Mahler, y se hizo fotos con un busto de otro compatriota, Anton Bruckner, porque su vida de pueblerino inocente de quien se reía la gente culta hacía que el resentido Führer se identificara con él.
2 - Arnold Schoenberg se reía de los ritmos demasiado saltarines de sus alumnos de composición gritándoles el Hi-yo Silver de El Llanero Solitario, que años después, sería un recurso humorístico recurrente en los conciertos de Frank Zappa.
3 - El distanciamiento de la composición clásica en la segunda mitad del siglo, por parte del público estadounidense, pudo deberse a que era considerada una subcultura demasiado gay. De entre los compositores importantes de esa época en EE.UU., el único machote era Charles Ives.
4 - We will rock you de Queense basa de manera encubierta en la Fanfarria para el hombre común de Aaron Copland.
5 - Durante la preparación de su ópera sobre Otra vuelta de tuerca, Benjamin Britten sufrió un encaprichamiento amoroso con el niño que debía interpretar el papel de Miles, David Hemmings, que con el paso del tiempo protagonizaría Blow up de Antonioni y Rojo profundo de Argento.
6 - La oficina militar del gobierno estadounidense en la Alemania ocupada, primero, y la CIA, después, adoptaron un papel activo en sostener económicamente la composición dodecafónica, como manera de hacer guerra fría cultural contra el enemigo soviético, que prohibía las vanguardias occidentales en aras del realimo socialista.
7 - Harry Partch desarrolló de modo definitivo su sistema de afinación microtonal y su orquesta de instrumentos inventados después de pasar varios años recorriendo los Estados Unidos sin un peso, en la mejor tradición de los vagabundos de los años 30.
8 - Pierre Boulez dio la espalda literalmente a Henri Dutilleux en 1951 por haber osado componer una sinfonía más o menos al viejo estilo, pero, 22 años después, le besó la mano a Shostakovich, compositor al que siempre detestó, durante una visita de éste a Nueva York.
9 - Olivier Messiaen se dejó convencer para aceptar el encargo estadounidense de Des canyons aux étoiles porque la mecenas Alice Tully conocía el único pecado del maestro, la gula, y lo halagó con una enorme tarta de pistacho y chantilly.
10 - Phil Lesh, bajista de los Grateful Dead, fue durante un tiempo alumno de composición de Luciano Berio, hasta que un mal viaje de LSD mientras escuchaba la Sexta Sinfoníade Mahler a todo volumen lo apartó del mundillo clásico hacia los terrenos pantanosos de la música rock.
Tengo en mis manos un ejemplar de la elegantísima primera edición de El original de Laura, de Vladímir Nabokov, en Penguin Classics.
Como es sabido, el libro se imprime contra los deseos del autor que, presintiendo su final, advierte a su esposa, Vera, que destruya el manuscrito si muere antes de terminar una primera versión. Vera no lo publicó, pero lo guardó. Lo había amado tanto que debía de ser un tormento para ella la idea de deshacerse de su último hálito de vida literaria. Cuando Vera murió, el manuscrito pasó a manos de Dmitri, su hijo, y éste lo siguió guardando hasta que, viendo también cercano el fin de sus días, ha decidido publicarlo. La literatura presenta varios casos como este del manuscrito que debió ser entregado a las llamas por voluntad del autor y no lo fue por voluntad de sus herederos o albaceas. Un acto así genera enseguida una profunda división entre los admiradores del autor: la de los partidarios de respetar la voluntad del autor como la de un dios y la de los insaciables dispuestos a apurar hasta la última gota de escritura del maestro. En medio se suele representar a los herederos como ejemplo de aves de rapiña, lo cual a veces es falso y otras muchas bastante cierto. ¿Quiso o no quiso Kafka quemar sus obras? ¿Era el pudor de Nabokov más fuerte que la escritura de su manuscrito? ¿Fueron las inquietudes un tanto esquizofrénicas de Gógol las que determinaron la incineración de la segunda parte de Almas muertas y el fin del proyecto? ¿Habría visto Cortázar con buenos ojos la edición de Divertimento o El examen? Lo cierto es que si un autor no desea ver publicado un texto suyo tiene una solución contundente al alcance de la mano: destruirlo; pero ¿quién se decide a hacer una cosa así, sobre todo si es un autor vocacional, un escritor de raza, alguien a quien le va la vida en la escritura? Si no lo destruye es que mantiene con él un hilo imposible de cortar, por más inconcluso que le parezca el texto. El resto es pura especulación ajena al autor. El original de Laura encierra, además, un regalo sustancioso. Nabokov solía escribir sus novelas en fichas que iba apilando hasta que daba por concluida esta fase de la escritura y las convertía en las novelas que todos disfrutamos. ¿Qué es, entonces, El original de Laura? Un total de 138 fichas. Por lo tanto, lo que tenemos ante los ojos es, en realidad, una muestra impagable del modo de creación nabokoviano y esto sí que es un regalo. No un regalo para el lector genérico, evidentemente, sino un regalo para el admirador de Nabokov e, inevitablemente, para los diversos estudiosos forenses dedicados a la disección del autor famoso. En cierto modo, el texto ahora publicado nos procura una aproximación a la escritura que es distinta de la que procura la lectura de un libro acabado. Sus prodigiosas y singulares imágenes están aquí esbozadas o resueltas, anotadas o sugeridas, lo mismo que los detalles que constituyen la expresión de la personalidad de sus personajes (todo ello bien traducido por Jesús Zulaika) están aquí, aguardando el crisol que no las fundirá, pedazos de criaturas, sensaciones o visiones. Pero no están perdidas, flotando en el papel como si se tratara del vacío, sino muy al contrario: firmes, desafiantes incluso, afirmándose una a una en su propia valía; una lectura fascinante para el placer de sus muchos admiradores; porque la viveza de la mirada y la percepción de Nabokov tienen la frescura del instante feliz, de la intuición magistral y de la epifanía, y eso es lo que contiene este libro felizmente rescatado.
Cristina Siscar fue a entrevistar para la revista “El Péndulo” a Mario Levrero en 1978. En el suplemento “Radar Libros” comenta la experiencia de conocer personalmente, y a través de sus obras, ha este escritor uruguayo que cada vez consigue más lectores en América Latina. Una interesante semblanza del autor de La novela luminosa pero, sobre todo, el estupendo testimonio de una amistad.
Dice la nota:
Contrariamente a lo que haría suponer la soltura irreverente de sus narraciones, Mario no cultivaba el desparpajo ni la provocación, aunque sí la ironía para consigo mismo y los demás, que junto con una conducta caprichosa y sus ya célebres manías solía irritar incluso, de la manera en que puede hacerlo un niño, a quienes más lo querían. Marcial Souto nos presentó en 1987 y me pidió que le hiciera una entrevista para El Péndulo. Me recibió un hombre lacónico y sombrío, un solitario que imitaba la circulación casi secreta de sus libros, pero que, en cuanto entrara en confianza, se atrevería a exhibir sin pudor las facetas más cómicas de su personalidad. Fue el inicio de una cálida amistad en ese tiempo en que Mario vivía en Buenos Aires.
Kafka le había dado permiso para comunicar su visión del mundo; Felisberto Hernández lo hacía sentirse menos “raro”; con Lewis Carroll viajaba al otro lado del espejo; en Beckett, a quien estaba leyendo en esos días, encontraría a otro miembro de su familia poco numerosa. Ajeno a las disputas de mundillo literario, Mario sostenía que él no hacía literatura fantástica (usando siempre como un latiguillo la pregunta: “¿Cuáles son los cuentos fantásticos de Borges?”), al tiempo que reivindicaba “una literatura de liberación, de integración de zonas oprimidas”.
Cuando se mudó a un amplio departamento que ocupaba él solo enfrente de la Plaza del Congreso, me propuso que dirigiéramos juntos un taller literario. Por su mismo concepto de la literatura y de la tarea del escritor, Mario Levrero estaba a salvo de cualquier pretensión de erigirse en maestro y dar recetas probadas para obtener algún resultado eficaz. Pero ello no le impedía predicar con el ejemplo, en el sentido estrictamente oriental del término, es decir, en lo concerniente a la disposición moral, la entrega, la renuncia a todo lo que significara una exigencia exterior o una búsqueda de aprobación. Y, llegado el caso, lo demostraba en hechos concretos, de una manera un tanto teatral.
En el living, que por sus dimensiones parecía un salón de baile, no había más que una mesa minúscula, dos sillas (a las que se agregaban unos banquitos los días de taller) y, en una pared, la caricatura que le había hecho Sábat. Un espacio que, sin duda, predisponía a la creación. Lo que no faltaba allí era lo indispensable: el desacomodo, el estímulo de otras artes y el desconcierto. En la mitad de la clase, Mario solía anunciarme que se retiraba a su dormitorio para acostarse quince minutos exactos, al cabo de los cuales, si no regresaba, había que llamarlo. Si dormía o meditaba o ponía su mente en blanco para ver surgir las imágenes de un nuevo relato, nunca lo sabremos. Volvía con la cara de un chico que acaba de comerse un chocolate, y se ponía a fumar sin olvidarse de trazar una rayita en el paquete por cada cigarrillo que consumía, para no perder la cuenta. En la cocina apilaba los ceniceros llenos de colillas; tenía una docena, todos iguales, y no los vaciaba hasta que no se le acababa el stock.
“Yo nunca sé muy bien –nos confesó– cuándo un objeto es un objeto de afuera o cuándo expresa algo que no tiene otro lenguaje que lo exprese.” Mientras que un personaje de “Siukville” piensa en la locura “como un lugar tan cómodo y placentero, que una vez alcanzado nadie querría volver a la opacidad cotidiana, a este apego insensato a las cosas”, Mario Levrero logró la fusión de ambos órdenes. Su visión capta en la minucia la locura de lo cotidiano.
Pensando que la pereza y la falta de compañía contribuían a su retiro, y que no conocía mucho la ciudad (apenas recorría unas ocho cuadras hasta la revista de crucigramas donde trabajaba), me propuse sacarlo a la calle en más de una ocasión, con magros resultados. Terminábamos en una parrilla, una librería o un café, a cien metros de su casa. Hasta que una tarde soleada de domingo toqué el timbre del portero eléctrico y lo conminé a bajar para dar un paseo. Opuso varios argumentos, pero finalmente bajó, con pantuflas. Le sugerí ir caminando hasta Recoleta. El se dejaba llevar con aparente buen ánimo, aunque pidió que hiciéramos un alto en la plaza de Callao y Paraguay para descansar los pies. Luego siguió arrastrando sus pantuflas justo hasta el borde de Plaza Francia. Entonces, sin siquiera mirar alrededor, se detuvo, paró un taxi y me dijo que, si quería subir (es decir, si yo a mi turno me dejaba llevar), me invitaba a tomar el té en su casa. Y allí estaba de nuevo, como si no hubiera salido. Preparó un té con tostadas y lo sirvió, junto a un surtido de exquisitas mermeladas, en la mesa donde disponía ordenadamente los frasquitos de las distintas grageas que tomaba, cada una a su hora y sin falta.
Pictorial Review Jackson es el chico más negro que ha pisado Carolina del Norte. O eso le dice todo el mundo. Pic tiene un abuelo que cree que Dios debería regresar a arreglar lo que destrozó (una valla, en su granja, hace 10 años) y una tía que amenaza con convertir a su familia en un mero apaño disfuncional. Pero también tiene un hermano. Un hermano que ha perdido sus dos trabajos y ha decidido enviar a su novia embarazada a San Francisco. Un hermano dispuesto a cruzar el país para echar un vistazo a la prometedora Nueva York y que, por supuesto, piensa llevarse a su hermano, sí, a Pictorial (el chico con nombre de revista), con él. Así arranca 'Pic' (Ediciones Escalera), lo último de Jack Kerouac.
Publicada originalmente en 1971, dos años después de la muerte del tipo que más ha hecho (sin querer) por el sueño americano (como padre de la Generación Beat, invento que se lo llevó a la tumba, Kerouac es también el responsable de ese mito con nombre de carretera, Ruta 66, en que se convirtió cruzar Estados Unidos en coche), 'Pic' es un viaje, sí, en coche, a lo largo y ancho de Estados Unidos, pero también es una vuelta al viejo tema del hermano mayor perdido y hasta, como dice Daniel Ortiz, editor de Escalera, "una crónica sociorracial de los 50".
Kerouac (nacido Jean-Louis, apodado Ti-Jean) perdió a su hermano mayor, Gerard, a los cuatro años. Cuando, mucho después, conoció a Neal Cassady, el tipo que inspiró la filosofía del viaje sin destino, lo convirtió, sin darse cuenta, en aquello que había perdido, un hermano mayor, que alumbrara su camino e hiciera cada minuto más sencillo, más seguro, más vivo. Alguien que le arrastrara al lado salvaje pero que le asegurara su regreso. Su figura recorre buena parte de su producción, desde su obra magna, 'En el camino', hasta la irregular 'Visiones de Cody', y protagoniza la todavía inédita 'Visiones de Gerard', que es a todas luces un compendio de los recuerdos que el escritor tenía de su hermano muerto. Y 'Pic' no es una excepción.
"La novela arranca en un ambiente rural, con todo aquello que Kerouac adoraba y que tanto bebe de la literatura de Mark Twain y Thomas Wolfe, y luego se traslada a Nueva York, donde es más como le conocemos, con su jazz, su be-bop y su Harlem, y finalmente acaba en California, con un viaje muy similar al que se desarrolla en su novela más conocida, 'En el camino'", cuenta Daniel Ortiz, que aclara que es una historia "muy sureña, con un dialecto muy marcado intraducible al castellano". Una historia que la editorial ha decidido recuperar por considerarla "un texto imprescindible de Kerouac, inocente y póstumo", en palabras de Ortiz.
La novela llegará a librerías en dos semanas y es el segundo inédito del tipo que pudo ser una estrella del fútbol americano, pero se quedó en escritor (una pelea con su entrenador y una lesión empujaron al chico a la marina mercante y, luego. al tecleo compulsivo). El primero fue 'Satori en París' (la última de sus novelas de escritura espontánea, escrita durante diez días tras un viaje a París) y el siguiente, porque lo habrá, será 'Tristessa', novela publicada el año de la muerte de Kerouac (1969), y que narra su relación con una prostituta mexicana llamada precisamente así: Tristessa. Llegará a librerías en otoño del próximo año. "Nuestra intención es publicar un inédito por año, al menos, hasta 2013", anuncia Ortiz. Así que Kerouac ha vuelto (otra vez) a la carretera.
Llegué al libro, por primera vez, de casualidad, en una librería. Leí allí el arranque glorioso de “El progreso del amor”, el primer cuento, el que le da su nombre. Y me emocioné. Contra mi voluntad, lo dejé en esa mesa de novedades porque no tenía dinero para llevarlo. Recuerdo mi resignación, esa acción ejecutada con lentitud: apoyar el libro en la pila, las mujeres de la foto de tapa, el tinte azul, la palabra amor en el título. Después supe que mis amigas ya lo habían leído, hacía rato. Y aunque podía pedirlo prestado, finalmente opté por comprarlo. Fue en Libros de Arena, en Mar del Plata, este invierno. Nada más acertado para aquellos días helados que tener esos relatos a mano para pasarla bien, o más que eso, para conectarme con la intensidad de la vida que, a veces, a fuerza de rutinas y costumbres, se escamotea. En las historias de El progreso del amor, el libro de Alice Munro, la tragedia sobrevuela, ni más ni menos, que ese mundo cotidiano, el escenario donde sus personajes se mueven en ronda de amores, vecinos, amigos, desconocidos. No hay grandes hechos. Es la vida ordinaria siguiendo su pulsión de continuidad, acechada por algún suceso trágico ya acontecido, o peor, que aún no aconteció. Y, para la psicología humana, cuando una tragedia queda en suspenso parece esperar pacientemente la ocasión de manifestarse. Una tragedia, su reverberación en el tiempo, es la sombra del final de lo que imaginábamos eterno. A la luz de este dolor se iluminan para Alice Munro los detalles de la vida. Esos detalles son las contradicciones, pequeñas dichas, ocultamientos, errores que también son las fuerzas potentes y secretas que sostienen el amor. Son sus tensiones. Y de esas tensiones el amor se alimenta.
Leyendo uno tras otros esos cuentos tuve, una vez más en mis 41 años, la contundente sensación de que nosotros, las personas, hemos venido a ejecutar una trama repetida y distinta cada vez. Pero esta interpretación no importa. Solo la capacidad de narrar la espesura y complejidad de esa trama es la que cuenta. Alice Munro capta, sobre la base de un universo que a todos nos parece familiar, una creciente novedad: eso es literatura. Y cuando la literatura revela nuevos mundos, la especie humana alcanza otro nivel de evolución, configura verdades, sutilezas y vínculos que le estaban vedados. La habilidad de Munro para detectar matices, precisar situaciones y hacer despuntar en sus personajes la difícil virtud de la honestidad y el reparo del engaño, nos enfrenta a un retrato de clase y de especie, a una identificación de la cual parece imposible desentenderse. Su capacidad de penetrar en la psiquis humana y llegar sin rodeos al punto, al verdadero punto donde la cuestión se origina, es otra de las características que la convierten, a mi juicio, en una de las voces más impactantes de la narrativa actual. Y yo estoy agradecida de haber abierto su libro aquella tarde, como de casualidad, como se da, tantas veces, con esas cosas que después no se olvidan.
Paula Jiménez es psicóloga y escritora. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía Ser feliz en Baltimore (2001), Formas (2002), Ni jota (2008) y Espaciosnaturales (2009). Ha recibido el 1er. Premio del Fondo Nacional de las Artes, entre otros. Este año participó en la lectura poética ¡Sale Filba!
"Cuando un músico lleva un cierto tiempo en la orquesta, ya sé perfectamente de lo que es capaz y compongo de acuerdo con eso", le explicaba Duke Ellington a Stanley Dance en una conversación que Miquel Jurado recoge en su presentación de la antología Finest Hour, que escribió especialmente para la edición del disco que hizo hace unos años El País. "Compongo para la sonoridad concreta de cada músico. La sonoridad de cada músico es el reflejo de su personalidad total, y cuando me preparo para componer, estoy oyendo ese sonido. Oigo la sonoridad de todos ellos y eso es lo que me hace ser capaz de escribir. Antes de poder tocar o componer algo es necesario oírlo en tu interior. Además, durante cierto tiempo me divertía muchísimo escribir para músicos que tenían ciertas carencias técnicas. Los dejaba boquiabiertos al mostrarles su propio potencial". Recupero la larga cita porque viene a pelo para despedir el verano. Este verano, en el que me he volcado como un poseso en a música de Duke Ellington.
Una música en la que cada uno de los miembros de su orquesta fue decisivo. Se ha dicho que el instrumento que tocaba Duke Ellington (en la imagen) era su big band. Y es cierto. Suya fue esa sonoridad compacta y brilló por su inmensa habilidad para mover, mezclar y combinar los distintos registros de su instrumento con la precisión de un cirujano que no puede permitirse el más mínimo error. Levantó, sí, esos bloques de sonido, pero los hacía deslizarse con la delicadeza de su swing hasta que iban fundiéndose en las específicas maneras de cada uno de sus solistas. Este verano he tenido la oportunidad de ir conociendo a algunos de los que tocaron con él desde los cincuenta, o antes. La sobria elegancia de la trompeta de Clark Terry o los disparatados agudos y correrías de Cat Anderson, las diabluras de Jimmy Hamilton con su clarinete, la simpatía de Ray Nance cuando cogía el violín, la melancólica entereza de Johnny Hodges, la hondura y fuerza de Harry Carney… A ratos da la impresión de que todo estuviera dispuesto para que cada uno de ellos tocara cada una de las notas que toca por rigurosa prescripción divina. Duke Ellington es esa divinidad que mueve los hilos, así que les tocó a cada uno de sus solistas ponerle a su música el lado humano.
Claro que Duke Ellington fue también uno de los músicos de la big band de Duke Ellington. "Ahora les voy a presentar al pianista de la orquesta", decía en sus conciertos. Así era el Duque, dios y hombre al mismo tiempo, aunque el apodo le viniera por su exquisita manera de vestir y por sus impecables modales. Parecía haber venido de otro mundo por la extrema facilidad con que le salía todo; cuando sus dedos recorrían el teclado, se sabía que lo que le salía de dentro pertenecía de manera muy honda a la tierra. Su abuelo había sido esclavo en Carolina del Norte y él creció en una familia acomodada en Washington. Lo educaron con esmero y estudió piano a partir de los siete años. El Cotton Club de Harlem lo hizo famoso. El escritor francés Boris Vian estableció de una forma diáfana su lugar en la música: "Existe tanta diferencia entre Duke Ellington y todos los otros músicos de jazz, sin excepción, que me pregunto ¿por qué se habla de los otros?".
Pues tal vez, en algún caso, se hable de los otros simplemente porque tocaron en la orquesta de Ellington. Es el caso de Paul Gonsalves (en la imagen). Si tuviera que elegir a alguno de sus solistas, no tendría más remedio que confesar mi inclinación por su delirante manera de tocar el saxo tenor. Es como si enchufara los labios en la boquilla y soltara el aire y ya no hubiera manera de detenerlo más. Va corriendo, sube y baja, realiza distintas cabriolas, parece que se va agotando, renace, vuelve a cabalgar como un poseso, va salvando un obstáculo detrás de otro, es como una apisonadora y puede ser también una caricia, sin interrupción alguna, azotado por una tormenta pero siempre firme, superándolo todo. Y a lo suyo.
CINE › EL CINEASTA GASPAR NOE HABLA DE ENTER THE VOID, SU TERCER LARGOMETRAJE
El tercer film del director francoargentino fue presentado el año pasado en Cannes, donde no despertó la misma clase de reacciones airadas que había tenidoIrreversible. Acaba de estrenarse en Europa, pero todavía no tiene fecha aquí.
Por James Mottram
Cuando Gaspar Noé volvió a Cannes el año pasado con su tercer film, Enter the Void, se lo podía perdonar por esperar lo peor. Su película anterior, Irreversible (2002), con su narrativa inversa que tenía como centro una escena de violación muy gráfica de diez minutos de duración, fue la causa célebre de ese año. La publicidad de la edición francesa del DVD resalta que en la premiere 200 de los 2400 espectadores se levantaron y se fueron. “La gente abucheaba, chiflaba y gritaba”, recuerda Noé, con una voz suave que es cualquier cosa excepto confrontadora. Sin embargo, pese a la advertencia de que el frecuente uso de luces estroboscópicas en la película podía inducir epilepsia, Enter... fue diferente. “Esperaba más reacciones”, se encoge de hombros. “Pero fue muy silencioso.” Casi puede notarse la decepción de su voz. Después de todo, el shock es la mercadería del calvo Noé. Los famosos títulos de presentación de su debut de 1998, Solo contra todos, dicen: “Tiene 30 segundos para irse del cine”, antes de hacer una cuenta regresiva hacia la brutal resolución de su historia nihilista de un carnicero desempleado “peleando por sobrevivir en las entrañas del país”.
Noé compara una ida al cine con los tensos placeres de subirse a una montaña rusa. “Si vas al cine y alguien trata de impactarte, deberías estar feliz”, dice. Irreversible ciertamente lo consigue, desde el reparto con el glamour francés de la pareja formada por Vincent Cassel y Monica Bellucci como protagonistas, hasta la asquerosa secuencia inicial en The Rectum, un club gay tan sórdido que hace que el infierno del Dante parezca atractivo. En ella, mientras la cámara gira y la banda sonora late, el Marcus de Cassel derrumba brutalmente con un matafuegos al hombre que cree que violó a su esposa. A pesar de lo impactante que es, Noé cree que eso tiene poco que ver con el prestigio de la película. “Una buena película es una buena película, y una mala es mala”, argumenta. “Las películas pueden ser impactantes y malas. O pueden ser impactantes y fantásticas.”
Si suena como un chico que alegremente ama provocar –no es por nada que frecuentemente se lo llama enfant terrible–, puede que él se destaque cuando se trata de ser un genuino provocador. Así lo recordaba el veterano director Paul Schrader, cuya puesta en escena repleta de bilis para Taxi Driver de Martin Scorsese se siente como una influencia directa en la ópera prima de Noé: “Hace poco tuve un interesante almuerzo con un director francés llamado Gaspar Noé, quien quería hacer una película conmigo, algo con violencia, pornografía y demás. Y le dije: ‘No creo que a esta altura nadie sea impresionable’”. Noé, evidentemente, se ha propuesto probar que Schrader está equivocado.
Sin embargo, en el caso de Enter..., una película que él describe como un “melodrama psicodélico”, Noé evidentemente busca hacer más que acelerar los latidos. Ubicada en Tokio, narra la historia de dos occidentales recién llegados a la ciudad, Oscar (Nathaniel Brown), un dealer de poca monta, y su hermana Linda (Paz de la Huerta), una stripper. Cuando a Oscar lo asesinan de un balazo en el baño de una discoteca durante una razzia policial, su espíritu emerge para flotar sobre la noche iluminada por neón de Tokio. Luego se ve en un flashback que una vez Oscar le prometió a su hermana que nunca la abandonaría, y lo cumple incluso después de muerto, porque su espectro está sobre ella.
Pero al ser una película de Noé, es cualquier cosa menos un hermoso viaje. Enteramente filmada desde el punto de vista de Oscar, la cámara flota sobre las calles de la ciudad, a través de paredes e incluso de una trompa de Falopio, registrando todo, desde un aborto muy gráfico (la escena que Noé admite que pensó que iba a abuchear el público de Cannes) hasta una excursión explícita a una suerte de albergue transitorio de Tokio. Si bien el resultado no es muy diferente al “chic asqueroso” de sus films anteriores, Noé cree que es diferente a sus predecesoras, en particular a su última película. “Irreversible no era muy seria”, dice. “Como el nombre del boliche, The Rectum: hay muchas cosas que son infantiles en esa película. Pero ésta es más seria.”
Es materia de debate que el público vaya a comprar la naturaleza seria de lo que parece un prolongado flashback de ácido, pero no puede haber dudas de que ésta es la película más avanzada técnicamente de Noé hasta la fecha. El viene pensando en hacer un film de este modo desde que tenía 23 años y vio La dama del lago, la adaptación de Robert Montgomery de 1974 del libro de Raymond Chandler, también filmada enteramente desde el punto de vista de un personaje, Phillip Marlowe. Noé alucinaba con hongos en ese momento. “Fui transportado adentro del televisor y adentro de la cabeza de Marlowe –recuerda–, aunque la película estaba en blanco y negro y subtitulada.”
No fue la primera vez que Noé se sintió de esta forma, porque ya había tenido una temprana experiencia con 2001, Odisea del espacio, la obra maestra de Stanley Kubrick, que termina con su famoso cuelgue de la “puerta a las estrellas”. “Recuerdo que el primer trip de drogas que tuve en toda mi vida fue cuando tenía 6”, dice. “Mis padres me llevaron a ver 2001. Me sentí como si estuviera drogado. Estaba abrumado. Estaba poseído. Y tenía 6 años. Y me pasa una y otra vez cuando veo esa película. Me hizo querer tomar el control de esa clase de posesiones recreando la misma situación con otra gente. Pero esta vez, yo soy el titiritero.”
Invariablemente, como 2001, Enter... está destinada al estatus de culto entre aquellos que alguna vez experimentaron con LSD. “Algunos dirán que nunca van a drogarse después de ver mi película. Pero otros dirán ‘¡Me encantó, fue como volver a tomar ácido!’”, asegura, y pronostica un regreso del LSD, al menos en su barrio. “De vez en cuando, escucho a gente en París que dice ‘me voy a tomar un ácido’”, se encoge de hombros otra vez. “El LSD puede ser peligroso. Puede ser adictivo. Pero también podés ser adicto a la masturbación. Yo tuve dos adicciones en mi vida: la masturbación y el café. Y abandoné la primera a los 20.”
Nacido en 1963 en Buenos Aires, donde su padre estudiaba arte y derecho antes de trabajar como periodista, la infancia de Noé fue de relocación. Cuando tenía 2 años, su familia se mudó a Nueva York, donde su padre logró una beca Guggenheim. A eso le siguieron otros seis años en la Argentina antes de que la familia volviera a mudarse, esta vez a París. Después de que su deseo de convertirse en artista de comics se acalló, Noé se inscribió en la Ecole Nationale Supérieure Louis-Lumière a los 17, para estudiar cine y fotografía. Aunque trabajó brevemente como asistente de dirección en los ’80, Noé empezó a escribir guiones y a filmar cortometrajes, incluido el que finalmente se convertiría en un mediometraje de 40 minutos, Carne (1991). El film ganó como Mejor Corto en Cannes. Luego llegó su primer largo, Solo contra todos.
Aunque hubo críticas que sugerían que los 162 minutos de duración de Enter... necesitaban de un recorte, Noé, típicamente desafiante, finalmente sólo sacó ocho minutos para “corte final” que se dio en Sundance este año. Ciertamente que él tampoco tiene ninguna intención de podar los momentos más explícitos de su película por razones de censura. “Si decís ‘no’, entonces no la cortan. Si la cortan, es porque estás de acuerdo”, dice, explicando su política global con los censores. “No creo que vaya a ser bueno para la película que la corten. No creo que nadie vaya a tratar de cortar nada. No hay nada ofensivo. Quizás Irreversible fuera ofensiva. Pero no creo que haya nada ofensivo en esta película.”
Eso depende de cada punto de vista. Hacia el final del film, los espectadores son confrontados con un pene (generado por computadora) impulsado hacia la cámara y eyaculando. En verdad, es un bajón suave después de un trip del carajo. Pero es, de todos modos, un momento destinado a impactar, algo que Noé parece creer es crucial para su particular clase de cine. Y ya está pensando en los mismos términos para su próximo proyecto centrado en el sexo. “No he visto muchas películas eróticas realmente buenas”, suelta. Así que esperen oleadas de shock en sus salas de cine favoritas.
De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
De la imposibilidad de Alejandra Pizarnik de escribir una novela autobiográfica en tercera persona trata el artículo “La angustia interminable” con que la revista Ñ recuerda un triste aniversario más del suicidio de la poeta argentina. No escribió la novela, pero sus Diarios son testigos de esa angustia interminable.
Dice la nota:
Alejandra Pizarnik tiene dieciocho años, acaba de empezar sus estudios universitarios, y ya tiene claro que quiere dedicarse a escribir.
El 27 de Junio anota: “El vacío.
Apollinaire aconsejaba para vencer el vacío escribir una palabra, luego otra y otra hasta que se llene”. Las primeras páginas del Diario son floridas, y entre sus arborescencias, como pequeñas semillas, va sembrando frases, palabras, imágenes, de cuyos brotes nacerán, también, sus primeros poemas.
Pero su verdadero deseo, su meta, es expresada de inmediato al año siguiente: “¿Y la novela? Me gustaría una novela autobiográfica, pero escrita en tercera persona.” Alejandra nunca escribe esa novela. Se escribe, sí, a sí misma. Se convierte en una poetisa canónica.
Hace de ella un personaje: aquel que César Aira, en su libro Alejandra Pizarnik , intenta desterrar del imaginario construido alrededor de la figura de la autora: el de “la pequeña náufraga”, “la niña extraviada”, la “estatua deshabitada de sí misma” y cosas por el estilo. En noviembre de 2003, la profesora y traductora argentina Ana Becciú, atendiendo un deseo expresado verbalmente por la propia Alejandra, compila y publica sus Diarios, que terminan conformando, después de su muerte, el verdadero proyecto prosaico. El resultado, sin embargo, en nada se parece a lo que desde un principio parecía ser su mayor apuesta: construir un relato.
“El lenguaje me es ajeno”, repite con insistencia mientras continúa en la búsqueda de “el libro como una casa”. Pero su libro deviene cascada, obra que se realiza a partir del fluir de la conciencia, que enuncia permanentemente la falta y, a la vez, funciona como laboratorio para experimentar con la lengua de la que reniega y a la que deplora por incompleta, muda o estéril para construir sus formulaciones poéticas. En su estar adherida a sí misma, la escritura y la vida no tienen anverso ni reverso. El aplazamiento de la Obra con mayúsculas, la sensación de fracaso, la parálisis, el desgano, el odio hacia sí misma, el miedo, sus recuerdos de infancia obliterados, el cansancio, el deseo de “dormir para siempre” constituyen, finalmente, lo contrario de aquella imposibilidad que denuncian: la realización de su escritura. “He descubierto que cuando no estoy angustiada, no soy”, escribe Alejandra el primero de mayo de 1988. “Si no fuera por el dolor, mi mundo interior equivaldría al de cualquier muchacha que bosteza en el colectivo, a la mañana, ataviadas para sus empleos en oficinas”. Lo que Alejandra percibe y, a la vez, rechaza, es que el mundo de aquellas muchachas tiene una consistencia que el de ella no tiene. Sin la necesidad de trabajar porque su economía está resuelta sujeta únicamente por su propio cuerpo, que estalla de existencia y observa con repugnancia frente al espejo (“Me compré un espejo muy grande, me contemplé y descubrí que el rostro que yo debería tener está detrás aprisionado del que tengo”), la única salida es escribir sobre aquello que la ahoga. Admite que “debería trabajar”, dejar de ser una niña, ingresar al mundo de los adultos. Pero también expresa su intensa vocación por la locura que, sin embargo, no la toma por completo, ni la terminará de tomar mientras pueda seguir poniéndola en palabras.
La víctima despierta en la oscuridad. La víctima ha sido enterrada. La víctima aún está viva pero nadie parece saberlo. He aquí uno de los argumentos clave de la literatura gótica: el enterramiento prematuro, un reflejo de pesadillas ancestrales, igual a sí mismo desde los tiempos en que Edgar Allan Poe o Guy de Maupassant lo pusieron por escrito.
En una carta enviada a su amigo Clark Ashton Smith, H.P. Lovecraft describía el problema que supone idear una historia verosímil sobre este tema en pleno siglo XX. Quién sabe. Imagino que algo así debió de pensar Chris Sparling, el guionista de Buried, sobre todo al descubrir que su texto provocaba en los productores una inmejorable impresión y el más cordial de los rechazos. La pregunta podría quedar formulada de la siguiente manera: ¿cómo es posible rodar una aventura trepidante que transcurre, en su totalidad, dentro de un ataúd?
La solución de Rodrigo Cortés ha sido atrevida. Frente a quienes creyeron que ese argumento siempre sería impopular, el cineasta español se ha salido con la suya, y ha filmado el guión de Sparling con una receta magistral. Pese a la terrorífica intimidad de la trama -aquí el féretro es el escenario-, Cortés satisface al gran público y convierte el encierro del protagonista en un thriller frenético y adictivo. Así, a partir de varias intrigas entrelazadas, el director consagra los noventa minutos de metraje a repetir, interiorizándolas, las más duraderas lecciones de Hitchcock sobre el suspense.
Con la postguerra de Irak como telón de fondo, la película describe la lucha por sobrevivir de Paul Conroy, un transportista cuya caravana ha sido asaltada por atacantes desconocidos. Buried comienza cuando Paul, con una histeria a duras penas controlada, despierta en el interior de ese ataúd de madera. A su lado, dentro de una bolsa, encuentra una vieja linterna, una barra fluorescente y un teléfono móvil con la interfaz en árabe. Cuando recibe la primera llamada, Conroy comprende su destino: morirá si no consigue reunir un fabuloso rescate. A partir de ahí, las cosas empiezan a ir de mal en peor. Cortés convierte esta narración en una navaja del ejército suizo con todas las hojas abiertas. Así, Buried pasa de la épica al miedo, de la conspiración a la denuncia social, sin olvidar los detalles melodramáticos, y ajustándose siempre a un ritmo endemoniado y tenaz.
A la hora de entrevistar al director, le propongo un obvio juego de referencias en torno a su película -los cuentos de Richard Matheson, el Spielberg primerizo, Twilight Zone, ciertos rasgos de Hitchcock...-. Asiente con interés, como si fuera la primera vez que oye todo eso. Y, sin embargo, más allá de su cordialidad, Cortés se revela como un jugador de ajedrez que no abandona la partida mientras quedan piezas en el tablero. “Estoy contigo -me responde-. Irak es el McGuffin. Sirve de telón de fondo. También es verdad que Buried tiene que ver con películas como El diablo sobre ruedas. Y si hablamos de El diablo sobre ruedas, hablamos de su guionista, Richard Matheson, que es uno de mis autores imprescindibles”.
Al escuchar todo esto, el profano siempre puede sospechar que no es más que un proceso de intenciones. Sin embargo, quien vea Buried descubrirá un espectáculo tan inteligente como ajustado a esas influencias. “Tienes una caja y tienes una persona dentro -dice Cortés-. Cuando él cambia de postura en el ataúd, en una película convencional eso mismo equivaldría a subir por la pared escarpada que escalan los protagonistas de Los cañones de Navarone”.
El humor negro también funciona en este caso. “En cintas como After Hours o El apartamento, consigues que al personaje le pasen las peores cosas posibles, y cuando crees que no le pueden ocurrir más, inventas una nueva. Eso es lo que sucede en Buried, sólo que esta vez es mucho más insoportable”. La maquinaria de Buried consta de dos engranajes principales: el talento visual de Cortés y la espléndida interpretación de Ryan Reynolds, que saca billete para una pesadilla con una entrega apenas concebible. “Lo devolvimos a Los Ángeles sangrando por la espalda, con los dedos achicharrados y sin poder dar un solo paso. De hecho, él me confesó que ha perdido la capacidad de quejarse”.
El realizador está en perfectas condiciones de ampliar el horizonte que se abre ante él, sobre todo después de que Buried haya triunfado -y de qué manera- en el Festival de Sundance. Sin embargo, la prudencia se impone. Al fin y al cabo, su película todavía no se ha estrenado comercialmente. “Buried se rodó en diecisiete días y se montó en cinco semanas y media -dice-, lo cual es inconcebible. Durante la proyección en Sundance, yo estaba tan exhausto que no podía conectar con lo que pasaba. Y al día siguiente, las críticas eran de tal calibre que tampoco había forma de asumirlas. Es muy difícil saber si es bueno o malo lo que te ocurre hasta que no pasa cierto tiempo. Mi anterior largometraje, Concursante, habla de eso, entre otras cosas. Así que prefiero estar sencillamente alerta, dispuesto a reaccionar ante lo que suceda”.