Hay diarios que es preciso leer con cautela para no intoxicarse con su desolación. En la lectura de un diario hay siempre una parte adictiva, quizás por contagio del hábito que fue dando lugar a su misma escritura. Cada día o cada pocos días el autor ha abierto un paréntesis peculiar de soledad para contarse a sí mismo el cuento casi siempre monótono de su propia vida. Cada día ha abierto el cuaderno que se va llenando poco a poco o el archivo del ordenador que es como el cajón con llave donde se guardan las intimidades, y es posible que esa costumbre se haya rodeado de otras no menos ineludibles: quizás una cierta hora del día o de la noche, un lugar preciso, quizás algo de tabaco o de alcohol, o alguna otra sustancia que haya ido formando parte tan indisolublemente del acto de escribir como la tinta o como el sonido de las teclas. Leemos ensayos o ficciones para dejarnos llevar por el impulso de un propósito, por un sentido de dirección que raras veces se percibe en el desorden natural de la experiencia. Lo que nos atrae de los diarios es precisamente que se parecen a la indeterminación de la vida. Cada entrada es una hoja de calendario que tiene su lugar en el orden de los días pero que también se abre y se cierra sobre sí misma, tan completa y separada de las otras como el arco de las veinticuatro horas o el del tiempo transcurrido entre el despertar y el regreso al sueño.
Casi cualquier otro libro, salvo los de poemas o de aforismos o máximas, los leemos de principio a final: el volumen de un diario lo abrimos por cualquier página y cada lectura caprichosa adquiere para nosotros un orden distinto, aunque en algunos casos el final atrae con una fuerza maléfica porque también señala el final de una vida. Sándor Márai escribía a máquina su diario, pero la última anotación la hizo a mano, con letra diminuta, el 15 de enero de 1989: "Estoy esperando el llamamiento; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora". Su vida hasta el 21 de febrero, cuando se disparó un tiro en la cabeza, es una sucesión de hojas en blanco en un cuaderno interrumpido. Entre el final de la escritura del diario y el final de la vida se abre un limbo sin palabras en el que quien ha interrumpido el hábito de escribir sigue caminando entre los vivos como un huésped anticipado de la muerte. Imaginamos a Sándor Márai moviéndose muy despacio por el apartamento en el que desde hace mucho no entra nadie, un anciano torpe y casi ciego que busca a tientas el revólver con el que va a poner fin al duermevela triste de su vida.
"Basta de palabras. Un acto. No escribiré más": Cesare Pavese hizo su última anotación el 18 de agosto de 1950, pero no dejó su cuaderno en la mesita de noche en el hotel de Turín y se tomó a continuación las pastillas, como yo imaginaba. Vivió aún diez días, y uno se pregunta si en ese tiempo no tuvo la tentación de escribir de nuevo en su diario, aunque solo fuera por el impulso de un hábito demasiado antiguo como para desprenderse fácilmente de él.
No se sabe cuánto tiempo pasó entre el último apunte en el diario de John Cheever y su muerte, el 18 de junio de 1982. Blake Bailey, en su admirable biografía, calcula que debió de ser entre mediados y finales de mayo cuando el progreso del cáncer ya había acelerado su debilidad hasta el punto de no permitirle pulsar las teclas de la máquina. "Por primera vez en cuarenta años no he podido mantener con algo de cuidado este diario. Estoy enfermo. Este parece ser mi único mensaje". Cheever escribía a máquina su diario en hojas sueltas que luego encuadernaba y no ponía las fechas. La falta de marcas temporales hace que las anotaciones parezcan flotar con su recurrencia obsesiva en el teatro clandestino de la conciencia, en el que la voz del que escribe es un rumor sin descanso, sin apariencia de principio ni fin, como las divagaciones de un insomne que no distingue ninguna claridad en el dormitorio cerrado y no tiene idea de cuánto falta para el amanecer.
Después de la muerte de Cheever sus hijos encontraron veintinueve cuadernos que contenían entre tres y cuatro millones de palabras, según el cálculo de Robert Gottlieb, que editó una selección de cuatrocientas páginas, una vigésima parte del total. Emecé publicó en 1993 una traducción de Daniel Zadunaisky que no sé si se podrá encontrar todavía. La edición americana de bolsillo salió hace casi dos años, al mismo tiempo que la biografía de Bailey. Leer ahora esos diarios sin fechas y con muy pocos nombres propios al mismo tiempo que el relato asombrosamente detallado de la vida es una experiencia arrebatadora. La figura pública del escritor y su obra conocida y celebrada adquieren una profundidad nueva en la que descubrimos los manantiales secretos de su inspiración, el peso terrible de la vergüenza, el remordimiento y la culpa, la sensación permanente de extranjería y de impostura, el pozo negro del alcohol.
El diario de Cheever, como el de Pavese o el de Márai, es una noche oscura del alma en la que no conviene internarse durante demasiadas páginas seguidas. Yo casi siempre lo tengo a mano, pero pocas veces he leído más de unas pocas anotaciones seguidas. Muy pronto se vuelve irrespirable. Parece que me contagiara algo de la toxicidad de la nicotina y el alcohol con los que Cheever se estaba envenenando mientras escribía. Escribía tan borracho que apenas acertaba a golpear las teclas de manera que formaran palabras coherentes y también cuando había dejado de beber y contaba con perverso sarcasmo el aspecto de derrota de sus compañeros en las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Escribía ensañándose en su inseguridad sobre el valor de su literatura y en un sentimiento de inferioridad y de miedo al fracaso y a la humillación que no lo abandonó ni cuando tuvo un éxito indudable, en aquellos años finales en que su cara aparecía en las portadas de los semanarios influyentes y sus libros escalaban en las listas de ventas.
En su ánimo no cabían los estados intermedios: celebraba la maravilla de una mañana luminosa o de un paseo por un bosque de la mano de uno de sus hijos y a continuación se hundía en lo más lóbrego de la resaca o del resentimiento conyugal. En un parque de Boston llegó a implorarle un trago de su botella a un mendigo borracho. Se pasó una gran parte de la vida angustiado y avergonzado por sus impulsos homosexuales y en sus últimos años disfrutó con desenvoltura del amor con hombres jóvenes. Y casi cada día, durante cuarenta años, sobrio o borracho, desesperado o feliz, se sentó delante de la máquina para escribir en su diario. La última anotación termina con una despedida: "...me arranco la ropa, la dejo amontonada en el suelo, apago la luz, y caigo en la cama".
BABELIA
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