Por Claudia Piñeiro.
Entre los novelistas que escriben en lengua inglesa, dos son mis favoritos: J.M. Coetzee y David Lodge. Coetzee nació en 1940 en Sudáfrica y vive actualmente en Australia; Lodge nació en 1935 en Inglaterra y sigue allí. Pero leer una novela de uno o de otro no es una decisión intercambiable sino todo lo contrario. Para leer a Coetzee hay que estar, como dirían ellos, “in the mood”. Algo así como “de humor para” una experiencia de lectura extraordinaria pero muchas veces devastadora. En cambio, leer a David Lodge acarrea menos riesgos emocionales y hasta puede ser más efectivo que la fluoxetina o el clonazepam. La última novela que publicó, La vida en sordina, es uno de sus mejores ejemplos.
La vida en sordina habla de lo patético y de lo molesto que resulta ser sordo, de los cambios generacionales, del rol de la mujer y, antes que nada, de la lengua y de la muerte. Desmond Bates, profesor universitario de lingüística que al cumplir 60 años se jubila anticipadamente, narra en primera persona sus desventuras diarias producidas por una sordera que avanza inevitablemente. Casado en segunda vuelta con Fred, tiene que viajar todas las semanas a Londres a ver y atender a su padre que vive solo después de la muerte de su madre. Pero los verdaderos dolores de cabeza, además de su sordera, se los trae Alex Loom, una estudiante que consiguió que Desmond le revise su tesis después de un encuentro en un ruidoso evento social en el que él no entendió una palabra de lo que ella le pedía, pero acostumbrado a disimular su sordera dijo a todo: “sí”. La estudiante resulta ser bastante inescrupulosa, no sólo por cómo encara su tema de estudio (cartas suicidas) sino porque es capaz de dejar bombachas y otros recuerdos en los bolsillos del preocupado (y ahora excitado) profesor.
Hasta aquí la trama, siempre muy cuidada en la novela inglesa. Pero los atractivos de Lodge no están en lo que cuenta sino en cómo lo hace.
Primer atractivo, el escenario: Como muchas de sus obras anteriores, La vida en sordina es una novela de “campus” que trascurre entre la universidad, las casas de los protagonistas y algunos otros pocos lugares relacionados (el subte de Londres luego de las bombas de 2005, galerías de arte, bibliotecas).
Segundo atractivo, el humor: David Lodge usa en toda su prosa un humor inteligente y sutil. En varias entrevistas dijo que históricamente la ceguera fue tomada por la tragedia, en cambio la sordera fue asunto de la comedia: todos se ríen del sordo y hacen chistes sobre él, se fastidian, se lo quieren sacar de encima. La jugada de Lodge es modificar esa tradición haciendo del sordo el protagonista y, por lo tanto, el punto de vista de la novela es el de la víctima.
Tercer atractivo, y quizás el más interesante para quienes escribimos: la reflexión permanente que hace la novela sobre la lengua. Ya en el título original, hay un juego de palabras: Deaf Sentence (Sentencia de sordera), es muy similar a Death Sentence (Sentencia de muerte). Y en la primera página nos encontramos con que Lodge dedica la novela a sus traductores, por el trabajo que les dio. Los malos entendidos que se producen por una audición deficiente, también le sirven al autor para hablar del lenguaje. Y en cuanto avanzamos en la lectura nos encontramos con que la revisión que Desmond hace sobre la tesis de Alex, basada en cartas suicidas, es una lección implacable de lingüística. “¿Qué tipo de acto de habla es la nota del suicida?” se pregunta Desmond en el capítulo 8 y el narrador trata así el tema del suicidio con un distanciamiento tal que permite (valga la contradicción) acercarse más a él.
David Lodge, igual que Desmond Bates, tiene una sordera que avanza, es un profesor jubilado, y le preocupa el tema de la vejez y la muerte. Como hemos dicho los escritores una y mil veces con los dedos cruzados: la ficción no es autobiográfica.
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