sábado, septiembre 11, 2010

We Never Sleep. Ideas infectadas

A José Luis Brea, in Memoriam


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“Si puedo ver el mundo más allá de mi desaparición, es que soy inmortal”

Jean Baudrillard

[Nota: Mientras redactaba este texto recibí la noticia de la muerte José Luis Brea. Tras la conmoción y la tristeza, inmediatamente pensé en que debía dejar de escribir, y que hablar de imágenes, de películas o de ideas culturales no tenía demasiado sentido en un momento así. Pero después lo medité unos segundos y continué la escritura, sin modificar ni un ápice el texto, intentando hablar de imágenes… a pesar de todo. José Luis siguió hasta el último momento disfrutando del conocimiento y de la escritura. Miraba siempre hacia delante, hacia esa comunidad por venir de la que siempre habló. Pensé entonces que el mejor homenaje que podía hacerle en ese momento era continuar escribiendo el texto tal y como lo había comenzado, siguiendo el camino que él abrió. No es necesario decir nada más. José Luis habitará siempre cada palabra de las que escriba. Siempre ha sido un maestro. En la distancia y en la cercanía. Y ahora, desde el lugar sin nombre, lo seguirá siendo, para siempre.]

Jamás podrán robarnos las ideas. Es lo único que no se llevarán. Lo tienes tatuado en tu cuerpo. Pero ya has olvidado por qué lo escribiste.

Recuerda a Alex. No lo olvides. Escríbelo sobre tu cuerpo. No lo olvides. Recuérdalo sentado frente a la pantalla, con la camisa de fuerza blanca y los ojos abiertos de par en par. Centro Médico Ludovico. Recuerda también las palabras del doctor Brodsky: “La prisión le enseñó la sonrisa falsa, las manos untuosas de la hipocresía, la sonrisa obsequiosa y baja. Le enseñó otros vicios, además de confirmar los que practicaba desde hacía tiempo.”

Allí las ideas todavía no se podían robar. Escríbelo. Escríbelo en el papel, escríbelo en la pantalla y escríbelo sobre todo en el cuerpo. Porque allí el cuerpo seguía siendo el lugar de la escritura. El cuerpo domado, docilizado, adoctrinado. Los ojos seguían siendo cuerpo. La retina se espesaba. Había que humedecerla. Los ojos eran un cuerpo abyecto. Un cuerpo que quería vomitar.

Allí había imágenes, es cierto. Pero aún estaba el cuerpo. Y el cuerpo contenía su deseo. Un deseo que era necesario contener desde la imagen. Pero un deseo que siempre permanecía. Sujetado, apresado, latente, a punto de explotar en cualquier momento.

Tatúalo en algún lugar visible: “allí había cosas que aún no se podían robar.” Si el tratamiento se hizo —si Alex se expuso a la línea de aquella pantalla— fue precisamente porque había cosas que no se podían robar. Lo dijo claramente el burócrata. ¿Acaso no lo recuerdas? Había que vaciar las cárceles de delincuentes habituales y violentos. Había que vaciarlas de gente corriente que no sabía sublimar los impulsos. Eso era fácil. Sólo había que contener el deseo. Pero con las ideas no se podía hacer nada. Recuerda las palabras del burócrata: “los presos políticos son incurables. El tratamiento no es efectivo con ellos.”

Luego lo olvidaste todo. Escribiste algo sobre tu cuerpo, pero el resto lo olvidaste. Y decidiste entonces, sólo desde el olvido, que las ideas podían robarse. Decidiste que el tratamiento Ludovico era excesivo. Y que había que buscar algo más sutil. Lo escribiste en algún lugar —esta vez ya lejos del cuerpo¬—. “El tratamiento Ludovico es demasiado obsceno. Hay en él una cierta tortura. El sujeto sigue consciente durante el proceso. Luego, mantiene esa consciencia y sabe que no es dueño de sus actos.”

En el tratamiento primigenio no existía la anestesia. Y se creaba una distancia insalvable entre el deseo del sujeto y la satisfacción de ese deseo. Una distancia de la que el sujeto era consciente. Era un corte brusco, una amputación. El sujeto vivía después para siempre sabiendo que había algo en su deseo a lo que no podía llegar. Y ese deseo de frenar la pulsión era fácilmente reconocible por el sujeto como el deseo del otro.

En tiempos de Alex uno tenía claro que lo habían invadido. Y eso hacía que el tratamiento al final fracasase. El otro, el enemigo, el invasor, el torturador, el manipulador, era visible. Había algo en lo que se mostraba a través de lo que era posible atisbar el tratamiento. Era un sistema de vigilancia, un sistema panóptico, pero más aún, era un sistema de espectáculo.

Y todo eso era así porque entonces aún las ideas no se podían robar. Se podían contener, encerrar en el cuerpo, aislarlas de lo social, pero no se podían arrancar. Era lo único arraigado en el sujeto. Todo giraba en torno a ellas. Había aún cosas que no se podían mover, por mucho que nos hicieran hincar las rodillas. Por mucho que nos engañaran. Había siempre algo que permanecía, un resto ineludible, un excedente de lo Real que manchaba el proceso. La idea, como una sombra, permanecía allí, y se mostraba.

Aunque el mundo fuera una ficción, aunque fuera una matriz virtual, aunque fuera un juego existencial… lo real siempre acababa apareciendo. La mancha siempre surgía al final. El crimen no era perfecto. Quedaba aún la huella. Porque entonces, hace ya muchísimo tiempo, aún quedaban ideas, y las ideas no se podían mover.

Pero tú lo olvidaste todo. Y supiste que podías escribir en tu cuerpo lo que quisieras sin mancharte las manos. Podías escribirte una historia. Y, después, olvidar. Y después de olvidar, comenzar de nuevo. Pero el cuerpo era peligroso. El cuerpo estaba demasiado fuera. En el cuerpo quedaban restos, quedaban huellas. Incluso aunque fuesen pistas falsas. Buscaste entonces el crimen perfecto. El crimen sin huellas. Asesinar una idea. Sin testigos, sin sangre, sin huellas, sin daños colaterales. Limpiamente. Y ese fue tu crimen más cruel. El crimen que ahora cometes todos los días.

Pero para ese crimen era necesario un proceso lento. Y nos preparaste a todos poco a poco. Ahora la pantalla ya no estaba fuera. Con el tiempo habías conseguido instalarla bien dentro. Habías creado allí también la torre de vigilancia. Fue quizá en ese momento cuando recordaste a Allan Pinkerton.1850. Un ojo vigilante. Y un lema: “We never Sleep”. Primera agencia de detectives. Y volviste a escribirlo. “We never Sleep”. Pero ahora con otro sentido, como el Quijote de Pierre Menard.

Nunca dormimos. Ni siquiera en el sueño. La vigilia había sido el inicio del detective moderno. Había nacido con el espacio privado. La policía ponía orden en el espacio público, pero no tenía acceso al interior. El interior entonces era lo que diferenciaba a los sujetos. Quizá entonces Pinkerton ya pensaba en el sueño del detective. En el verdadero espacio interior. “We Never Sleep.” Por supuesto. Porque quisieras ya entrar en los sueños.

Ahora, aquel anhelo moderno se hace fuerte. Y no hace falta que lo escribas en ningún lugar. Para Inception ya no hace falta la escritura. Ya no hay cuerpo sobre el que escribir. Esa película no es inocente. Nolan es la Reifenstahl del nuevo Reich. El del “capitalismo emocional” —Fernández Porta dixit—. Pero no es Matrix. No. No es tampoco Días extraños, ni Dark City, ni The Game, ni Existenz, ni siquiera El Show de Truman. No. Inception es mucho más peligrosa.

Entrar en la mente. Modificarla desde dentro. Modelarla, esculpirla, sembrar en ella ideas. Sin huellas, sin restos. Ésa es la aspiración moderna. Inception incorpora y hace suya las ideas del sistema. Inception muestra el sistema, pero no porque quiera mostrarlo, sino porque es el sistema. Inception es aquello que muestra.

Escribe Eva Illouz Intimidades congeladas. Y las últimas escenas de Inception —el sueño de tercer nivel— lo visualiza literalmente. El paisaje nevado. Y allí una cámara acorazada en las que están las intimidades del sujeto. Allí están las verdades, el origen de todas las ideas, todo lo que quisiéremos saber. En otros tiempos te hubieras quedado al margen. Pero ahora no. Ahora entras en la cámara. Abres la caja fuerte. Y sacas el objeto fetiche. El nuevo Rosebud, pero sin enigma. Obscenidad de la memoria panóptica. Pornografía neuronal. El plano ginecológico es una panorámica a su lado. Nunca algo más obsceno en la pantalla. Nunca una imagen más hiriente.

Y luego, para acabar, un guiño al sujeto. Un índice de lo Real. Una imagen-materia. Materia que gira y que supuestamente nos formula una pregunta. La única en toda la película. Una pregunta retórica. Una pregunta cuya respuesta ya todos sabemos.

El crimen ha sido consumado. Ahora sí, esta vez de verdad: “Nuestro propio crimen sería perfecto, ya que no dejaría huellas y sería irreversible” (Baudrillard).

Gira, gira y gira.

Y ahora ya puedes borrarlo todo.

- Miguel A. Hernández-Navarro

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