"Cuando un músico lleva un cierto tiempo en la orquesta, ya sé perfectamente de lo que es capaz y compongo de acuerdo con eso", le explicaba Duke Ellington a Stanley Dance en una conversación que Miquel Jurado recoge en su presentación de la antología Finest Hour, que escribió especialmente para la edición del disco que hizo hace unos años El País. "Compongo para la sonoridad concreta de cada músico. La sonoridad de cada músico es el reflejo de su personalidad total, y cuando me preparo para componer, estoy oyendo ese sonido. Oigo la sonoridad de todos ellos y eso es lo que me hace ser capaz de escribir. Antes de poder tocar o componer algo es necesario oírlo en tu interior. Además, durante cierto tiempo me divertía muchísimo escribir para músicos que tenían ciertas carencias técnicas. Los dejaba boquiabiertos al mostrarles su propio potencial". Recupero la larga cita porque viene a pelo para despedir el verano. Este verano, en el que me he volcado como un poseso en a música de Duke Ellington.
Una música en la que cada uno de los miembros de su orquesta fue decisivo. Se ha dicho que el instrumento que tocaba Duke Ellington (en la imagen) era su big band. Y es cierto. Suya fue esa sonoridad compacta y brilló por su inmensa habilidad para mover, mezclar y combinar los distintos registros de su instrumento con la precisión de un cirujano que no puede permitirse el más mínimo error. Levantó, sí, esos bloques de sonido, pero los hacía deslizarse con la delicadeza de su swing hasta que iban fundiéndose en las específicas maneras de cada uno de sus solistas. Este verano he tenido la oportunidad de ir conociendo a algunos de los que tocaron con él desde los cincuenta, o antes. La sobria elegancia de la trompeta de Clark Terry o los disparatados agudos y correrías de Cat Anderson, las diabluras de Jimmy Hamilton con su clarinete, la simpatía de Ray Nance cuando cogía el violín, la melancólica entereza de Johnny Hodges, la hondura y fuerza de Harry Carney… A ratos da la impresión de que todo estuviera dispuesto para que cada uno de ellos tocara cada una de las notas que toca por rigurosa prescripción divina. Duke Ellington es esa divinidad que mueve los hilos, así que les tocó a cada uno de sus solistas ponerle a su música el lado humano.
Claro que Duke Ellington fue también uno de los músicos de la big band de Duke Ellington. "Ahora les voy a presentar al pianista de la orquesta", decía en sus conciertos. Así era el Duque, dios y hombre al mismo tiempo, aunque el apodo le viniera por su exquisita manera de vestir y por sus impecables modales. Parecía haber venido de otro mundo por la extrema facilidad con que le salía todo; cuando sus dedos recorrían el teclado, se sabía que lo que le salía de dentro pertenecía de manera muy honda a la tierra. Su abuelo había sido esclavo en Carolina del Norte y él creció en una familia acomodada en Washington. Lo educaron con esmero y estudió piano a partir de los siete años. El Cotton Club de Harlem lo hizo famoso. El escritor francés Boris Vian estableció de una forma diáfana su lugar en la música: "Existe tanta diferencia entre Duke Ellington y todos los otros músicos de jazz, sin excepción, que me pregunto ¿por qué se habla de los otros?".
Pues tal vez, en algún caso, se hable de los otros simplemente porque tocaron en la orquesta de Ellington. Es el caso de Paul Gonsalves (en la imagen). Si tuviera que elegir a alguno de sus solistas, no tendría más remedio que confesar mi inclinación por su delirante manera de tocar el saxo tenor. Es como si enchufara los labios en la boquilla y soltara el aire y ya no hubiera manera de detenerlo más. Va corriendo, sube y baja, realiza distintas cabriolas, parece que se va agotando, renace, vuelve a cabalgar como un poseso, va salvando un obstáculo detrás de otro, es como una apisonadora y puede ser también una caricia, sin interrupción alguna, azotado por una tormenta pero siempre firme, superándolo todo. Y a lo suyo.
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