miércoles, septiembre 22, 2010

Semblanza de Mario Levrero

Cristina Siscar fue a entrevistar para la revista “El Péndulo” a Mario Levrero en 1978. En el suplemento “Radar Libros” comenta la experiencia de conocer personalmente, y a través de sus obras, ha este escritor uruguayo que cada vez consigue más lectores en América Latina. Una interesante semblanza del autor de La novela luminosa pero, sobre todo, el estupendo testimonio de una amistad.

Dice la nota:

Contrariamente a lo que haría suponer la soltura irreverente de sus narraciones, Mario no cultivaba el desparpajo ni la provocación, aunque sí la ironía para consigo mismo y los demás, que junto con una conducta caprichosa y sus ya célebres manías solía irritar incluso, de la manera en que puede hacerlo un niño, a quienes más lo querían. Marcial Souto nos presentó en 1987 y me pidió que le hiciera una entrevista para El Péndulo. Me recibió un hombre lacónico y sombrío, un solitario que imitaba la circulación casi secreta de sus libros, pero que, en cuanto entrara en confianza, se atrevería a exhibir sin pudor las facetas más cómicas de su personalidad. Fue el inicio de una cálida amistad en ese tiempo en que Mario vivía en Buenos Aires.

Kafka le había dado permiso para comunicar su visión del mundo; Felisberto Hernández lo hacía sentirse menos “raro”; con Lewis Carroll viajaba al otro lado del espejo; en Beckett, a quien estaba leyendo en esos días, encontraría a otro miembro de su familia poco numerosa. Ajeno a las disputas de mundillo literario, Mario sostenía que él no hacía literatura fantástica (usando siempre como un latiguillo la pregunta: “¿Cuáles son los cuentos fantásticos de Borges?”), al tiempo que reivindicaba “una literatura de liberación, de integración de zonas oprimidas”.

Cuando se mudó a un amplio departamento que ocupaba él solo enfrente de la Plaza del Congreso, me propuso que dirigiéramos juntos un taller literario. Por su mismo concepto de la literatura y de la tarea del escritor, Mario Levrero estaba a salvo de cualquier pretensión de erigirse en maestro y dar recetas probadas para obtener algún resultado eficaz. Pero ello no le impedía predicar con el ejemplo, en el sentido estrictamente oriental del término, es decir, en lo concerniente a la disposición moral, la entrega, la renuncia a todo lo que significara una exigencia exterior o una búsqueda de aprobación. Y, llegado el caso, lo demostraba en hechos concretos, de una manera un tanto teatral.

En el living, que por sus dimensiones parecía un salón de baile, no había más que una mesa minúscula, dos sillas (a las que se agregaban unos banquitos los días de taller) y, en una pared, la caricatura que le había hecho Sábat. Un espacio que, sin duda, predisponía a la creación. Lo que no faltaba allí era lo indispensable: el desacomodo, el estímulo de otras artes y el desconcierto. En la mitad de la clase, Mario solía anunciarme que se retiraba a su dormitorio para acostarse quince minutos exactos, al cabo de los cuales, si no regresaba, había que llamarlo. Si dormía o meditaba o ponía su mente en blanco para ver surgir las imágenes de un nuevo relato, nunca lo sabremos. Volvía con la cara de un chico que acaba de comerse un chocolate, y se ponía a fumar sin olvidarse de trazar una rayita en el paquete por cada cigarrillo que consumía, para no perder la cuenta. En la cocina apilaba los ceniceros llenos de colillas; tenía una docena, todos iguales, y no los vaciaba hasta que no se le acababa el stock.

“Yo nunca sé muy bien –nos confesó– cuándo un objeto es un objeto de afuera o cuándo expresa algo que no tiene otro lenguaje que lo exprese.” Mientras que un personaje de “Siukville” piensa en la locura “como un lugar tan cómodo y placentero, que una vez alcanzado nadie querría volver a la opacidad cotidiana, a este apego insensato a las cosas”, Mario Levrero logró la fusión de ambos órdenes. Su visión capta en la minucia la locura de lo cotidiano.

Pensando que la pereza y la falta de compañía contribuían a su retiro, y que no conocía mucho la ciudad (apenas recorría unas ocho cuadras hasta la revista de crucigramas donde trabajaba), me propuse sacarlo a la calle en más de una ocasión, con magros resultados. Terminábamos en una parrilla, una librería o un café, a cien metros de su casa. Hasta que una tarde soleada de domingo toqué el timbre del portero eléctrico y lo conminé a bajar para dar un paseo. Opuso varios argumentos, pero finalmente bajó, con pantuflas. Le sugerí ir caminando hasta Recoleta. El se dejaba llevar con aparente buen ánimo, aunque pidió que hiciéramos un alto en la plaza de Callao y Paraguay para descansar los pies. Luego siguió arrastrando sus pantuflas justo hasta el borde de Plaza Francia. Entonces, sin siquiera mirar alrededor, se detuvo, paró un taxi y me dijo que, si quería subir (es decir, si yo a mi turno me dejaba llevar), me invitaba a tomar el té en su casa. Y allí estaba de nuevo, como si no hubiera salido. Preparó un té con tostadas y lo sirvió, junto a un surtido de exquisitas mermeladas, en la mesa donde disponía ordenadamente los frasquitos de las distintas grageas que tomaba, cada una a su hora y sin falta.

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