El director de Fitzcarraldo logró la autorización del gobierno francés para filmar en la cueva de Chauvet, considerada como uno de los mayores tesoros de la humanidad: es una galería de arte natural con más de 400 pinturas rupestres de 32 mil años de antigüedad.
Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
¿Herzog en 3-D? ¿No era que la tridimensionalidad estaba dedicada únicamente al gran espectáculo estilo Avatar, a las películas de terror donde el cuchillo se le clava en la cabeza al espectador o a los dibujos animados para chicos? Pero el Toronto International Film Festival tenía un as guardado en la manga: el primer film de un cineasta consagrado, de un autor tan reconocido como el alemán Werner Herzog, realizado en 3-D: Cave of Forgotten Dreams.
Ya se sabe: Herzog siempre ha sido un pionero, un visionario, un explorador. Desde las montañas más altas hasta las profundidades oceánicas, pasando por selvas impenetrables, casi no hay paisaje de este mundo que el director de Aguirre, la ira de Dios y Fitzcarraldo no haya explorado (con la única excepción del espacio urbano, que le es completamente ajeno). Y ahora acaba de sumergirse en esta cueva de sueños olvidados de la que habla el título de su nuevo documental: la cueva de Chauvet, en la región de Ardèches, en el sur de Francia, que desde su descubrimiento en 1994 solamente ha sido accesible a un puñado de arqueólogos y especialistas y que está considerada como uno de los mayores tesoros de la humanidad, una excepcional galería de arte natural con más de 400 pinturas rupestres de 32 mil años de antigüedad. Que estas pinturas –esencialmente de animales: osos, caballos, rinocerontes, hienas, bisontes, leones– sean de un grado de estilización, armonía y belleza inimaginables le hace preguntarse a Herzog (y con él a su espectador) por el nacimiento no sólo del arte, sino de la conciencia estética, por los comienzos del espíritu humano. “Las primeras veces que entré, por la noche tuve sueños tan vívidos de leones y fieras que tuve que hacer una pausa”, reconoce un joven arqueólogo (que antes fue miembro de un circo) al que entrevista Herzog. “Era como si mi mente no fuera capaz de absorber de un solo golpe ese viaje en el tiempo.”
Esa sensación es la que intenta transmitir el film de Herzog, un director que siempre fue muy reacio a las innovaciones tecnológicas, pero que aquí tuvo que reconocer, no bien entró en la cueva (y él también tuvo un acceso muy limitado, porque la sola respiración dentro de ese espacio puede alterar e incluso dañar las pinturas), que el sistema tridimensional era el único capaz de hacerle justicia a la magnificencia de ese lugar, una suerte de catedral subterránea a la que el paso de los siglos ha tallado con infinidad de estalactitas y vestigios de todo tipo. “Las huellas de los pies de un niño se encuentran al lado de las de un zorro”, narra la voz grave de Herzog. “¿El niño habrá sido devorado por la voracidad del zorro, habrán caminado juntos como amigos, o sus huellas corresponden a distintas épocas y ahora el paso del tiempo hace que se nos presenten juntas, marchando unas con otras?”
La inmersión de Herzog en la cueva no da la impresión de haber sido sencilla, a pesar de todas las facilidades que le otorgó el Ministerio de Cultura de Francia. Debió trabajar con un equipo mínimo, de apenas cuatro personas (incluido él mismo), y las lámparas que llevó debían ser portátiles, de luz fría y alimentadas a batería, porque una vez ingresado a la cueva ésta se vuelve a sellar para no alterar su atmósfera. Y los recorridos estaban previamente determinados por unas delgadísimas pasarelas metálicas colocadas especialmente para que nadie pueda pisar ni tocar nada de lo que está allí. Pero son esa clase de adversidades de las que Herzog suele sacar ventaja. Y con el 3-D consigue, sobre todo en los primeros tramos, un resultado hipnótico muy particular, una suerte de salto al vacío en el “abismo del tiempo”, como lo llama el propio director.
Lejos de ser un mero truco, el 3-D encuentra en Cave of the Forgo-tten Dreams una razón de ser. Como explica el propio Herzog, la naturaleza lógicamente irregular de las paredes de la cueva le da a esas pinturas una profundidad y tridimensionalidad buscada deliberadamente por aquellos primeros artistas, a las que ahora se ajusta muy bien el 3-D utilizado por el director. A su vez, los trazos rupestres de Chauvet son tan evolucionados que describen perfectamente la noción de movimiento, por ejemplo con la multiplicación de las patas de los animales, en un efecto proto-cinematográfico que se adelanta en treinta siglos a las experiencias pioneras del fotógrafo inglés Eadweard Muybridge. La inestabilidad de las luces empleadas, por otra parte, replica un poco la idea de cómo veían las paredes de la cueva aquellos primeros humanos, que trabajaban a la luz de antorchas, de las que aún quedan en el suelo pequeños restos de carbón.
Como ya sucedía en Encounters at the End of the World (2007), filmado en los rincones más inaccesibles de la Antártida, Herzog también se interesa por los científicos que trabajan en Chauvet, un mundo fuera del tiempo. Los personajes y las entrevistas no son tan jugosos como en aquella oportunidad, pero aun así no deja de toparse con lunáticos y personalidades fuera de norma, como un “maestro perfumista” típicamente francés, que pertrechado apenas con su hipersensible sentido del olfato intenta desentrañar nuevos misterios y conocimientos de la cueva a partir de emanaciones y vapores muchas veces tóxicos. O un arqueólogo aficionado, que construyó con el mismo material que sus ancestros (un hueso hueco) una flauta pentatonal idéntica a la que fue encontrada en la cueva y con la que interpreta precariamente “Star Spangled Banner”, el himno nacional estadounidense. Más académica, una arqueóloga e historiadora del arte explica, con una emoción inocultable, una pieza particularmente valiosa de Chauvet: una de las escasísimas figuras humanas, una suerte de quimera, en la que la parte inferior del cuerpo representa las piernas y los genitales de una mujer y la parte superior tiene la cabeza de un bisonte. “Es como encontrarse con uno de los Minotauros de Picasso”, se maravilla. Y Herzog logra que nos maravillemos con ella.
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