El acantilado del grito
por Rafael Argullol
Cuando, en 1889, Edvard Munch vio cumplido su sueño de residir en Francia, gracias a una beca, se mostró más entusiasmado por las lecciones del casino de Montecarlo que por los impresionistas parisinos. No es que no le interesara Monet pero le interesaban aún más los jugadores de la ruleta. Entusiasta de Dostoieski, también Munch consideraba que el casino era “un castillo encantado donde se citan los demonios”, afirmación del escritor ruso en El jugador . Con respecto al de Baden-Baden. Al parecer el pintor nórdico se pasaba horas y horas entre las ruletas, pero no jugando –como sí hacía Dostoievski– sino observando los rostros de los jugadores. Decía que no había mejor modelo para captar las emociones profundas del ser humano pues apenas dejaban traslucir sus sentimientos, pero lo que afloraba a la superficie era de una intensidad única: el que perdía debía permanecer casi indiferente y el que ganaba, si quería mantener las formas, también. Las caras se convertían en máscaras (“poner cara de poker”, decimos nosotros) y en esas máscaras habitaba todo el mundo.
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