lunes, octubre 18, 2010

Orson Welles, 25 años después

Charles Foster Kane fascina y repele. Dedica un empeño sobrehumano en su deseo de poder, convirtiendo ese impulso en algo odioso y atractivo a la vez. El poder de un hombre, decía Hobbes, consiste en sus medios presentes o actuales para obtener algún bien futuro. Ciudadano Kane muestra eso: el presente de un hombre que se proyecta para conquistar el futuro pero sin ser lo suficientemente poderoso para recomponer su propio pasado.

“Poder es poder hacer”, dice la máxima. Es poder acumular, por ejemplo, como Kane lo hace. El magnate de la prensa es producto de su medio, esa América acumulativa, supernumeraria. El pequeño Kane que quiere conservar los juguetes de su infancia es el adulto que construye Xanadú, gran depósito de todo lo creado por la imaginación del hombre. El niño que queda paralizado en su desarrollo emocional al ser separado de sus padres de sangre es el que resulta confiado a un gran padre sustituto: el banco, garante de una cultura exacerbada de acumulación. En la antesala de su acceso al mundo de lo simbólico, Kane sólo conserva el nombre del trofeo que lo vinculó con lo imaginario, ese trineo que dejó sobre la nieve. El magnate Kane construye un gran edificio sin piedra basal y la acumulación se convierte en posesión fáctica, fetichismo, obsesión por guardar y manipular. Es decir, exhibición de poder. La relación con los objetos es el anverso de la atrofia de los sentimientos.

Orson Welles siempre filmó hombres construyendo imperios sobre cimientos de barro. Como Macbeth y Otelo, que pagan por los impulsos incontrolados de su poder personal. O como el monstruoso Quinlan de Sed de mal. O como Arkadin, hombre de mil rostros, su personaje más opaco, misterioso y atractivo.

Exiliado en Europa, abandonado por los productores, expulsado de Hollywood, dejando inacabada una película luego de haber de haber frustrado la anterior, Welles conoció los contrastes del poder, que empieza a diluirse cuando parece estar en el ápice de su gloria. Sólo le quedó la fascinación de la maquinaria del cine, “el tren eléctrico más maravilloso que se la haya dado a un adulto”, según lo definió. La prestidigitación como “Rosebud” y la truca del cine como ilusión del poder total: es el Welles omnisciente en sus comentarios en off, en su dominio del tiempo a fuerza de elipsis y raccontos, en su voluntad de marcar la mirada altiva y suficiente con el virtuosismo de los contrapicados, la amplitud de los planos secuencias o la densidad de los claroscuros. Es decir, de ser intransigente aun en la caída.

Ricardo Bedoya

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