
Fue Jacques Rivette el que después de ver Viaggio in Italia de Rossellini dejó de respirar y escribió: “Con su aparición, todas las películas han envejecido de repente 10 años”. Y volvió a tomar aire.
Por aquel entonces, Abbas Kiarostami era un niño. Pero, con toda probabilidad, algo se olió. Precoz. Copia certificada es buena prueba de ello. La película de hecho es a la vez homenaje y a su manera “copia” de la del italiano. De paso, ella también comparte con el “original” el atributo de obra maestra. En una palabra: prodigioso. Rossellini conseguía transformar la percepción del tiempo, y de la propia realidad, a través de la mirada herida de Ingrid Bergman.
Llámese cine consciente, cine moderno. Kiarostami dobla la apuesta. La idea es reflexionar sobre el valor del original y la reproducción en el arte en general y en el cine en particular. “Es la mirada la que da valor”, dice uno de los personajes. Pero no sólo, el iraní convierte el espacio cinematográfico en el que discurre su nueva aventura en ironía, juego y emoción.
De paso, reconstruye la historia entera de la mirada, cualquiera de ellas, mediante un calculado y sabio estudio sobre los límites de la representación. Copia certificada es, si se quiere, un paso adelante en su filmografía. La novedad es que por primera vez rueda fuera de Irán. El resto es coherencia: la cinta regresa a cuestiones tales como la frontera entre la realidad y la ficción (como ya hiciera en A través de los olivos); la reconstrucción de lo real (Y la vida continúa) y la naturaleza común y el poder salvador, por así decirlo, del relato (Shirin). De repente, el propio cine se ilumina en un ejercicio autorreflexivo, gozoso y genial.
Juliette Binoche (soberbia) y William Shimel dan vida a una pareja de paseo por
Que nadie se asuste, la película es en todo momento consciente de la gravedad impostada de sus personajes y juega con ello. De hecho, todo en ella es ironía. Con aire desprejuiciado, Copia certificada se entretiene en cruzar los azares de dos vidas multiplicadas por dos (cuatro en total) en un virtuoso juego de espejos. De eso se trata: de deshacer la frontera que separa el original y la copia hasta confundirlos; de radiografiar la sombra del aura perdida de la obra de arte (Walter Benjamin dixit).
Cuando Rivette dejó de respirar por culpa de Rossellini, el francés no hacía otra cosa de levantar acta con sus pulmones de que algo había cambiado. La cámara ya no era un simple testigo mudo del drama que ocurre delante de ella. De repente, el cine adquiría el privilegio de transformar la realidad, de convertirse en algo más que simple imagen en movimiento.
De repente, el cine era mirada. Todo el cine moderno –y Kiarostami es maestro en esta especialidad– se alimenta y vive de esta idea: cine que se sabe cine; copia que se sabe copia. No importa la originalidad de lo que se mira, es la mirada la que da sentido a la obra. Se trata, en definitiva, de detener el tiempo y el aliento en el gesto desesperado de Ingrid Bergman contra la multitud. Se trata de enseñar todos los estados posibles del alma en la divertida elocuencia de Binoche. Genial Rossellini. ¿O era Kiarostami? Pero ¿quién copia a quien?
El Mundo
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