por Sergi Pàmies
Cuando tengan un momento, vayan a comprar Sunset Park (Anagrama), el último libro de Paul Auster. Luego descuelguen y desconecten los teléfonos, busquen el lugar más cómodo de su casa y léanlo, a ser posible de un tirón. Ya sé que a Auster lo tienen muy leído y que no siempre ha cumplido las expectativas que prometían sus giras promocionales o la multitud de premios, siempre merecidos, que le iban concediendo. De acuerdo: puede que su carrera como director de cine haya influido en la percepción que de él se tenía como escritor, pero si eso le sirvió para regresar a la literatura con más fuerza todavía, bienvenida sea. Es cierto: su dimensión pública puede producir una malsana envidia entre los más mezquinos, y quizá, arrastrados por el instinto maledicente y el cotilleo fácil, se haya caído en el infundio. A saber: un tipo tan atractivo e inteligente, fumador de puritos holandeses, con una mujer igualmente talentosa y una hija deslumbrante de energía creativa, a la fuerza tiene que ser sospechoso.
Tampoco se dejen engañar por los que afirman que Auster publica demasiado y que dejó de ser lo que prometía tras escribir El Palacio de la Luna. Ya se sabe que hay gente que disfruta más de los fracasos ajenos que de los aciertos por una simple cuestión matemática: lo malo abunda más que lo bueno. Los novelistas prolíficos tienen un problema: cuando son buenos, a veces se les critica para que no se diga que siempre se les elogia y cuando son malos, a veces se les acaba elogiando por la misma simétrica razón. Insisto: lean Sunset Park, una torrencial historia sobre el destino, la culpa y el perdón, escrita con un oficio que resalta las mejores virtudes de la prosa, incluso cuando balbucea y, por imperativo moral, se lanza a ciertas digresiones humanitarias sobre la libertad de un disidente chino ratificado por el Nobel.
En función del argumento, el texto fluye o refulge, convence o emociona, perturba o desconcierta. Medirán: ya está otra vez el Auster ese con la tabarra de Brooklyn y la crisis existencial de la Nueva York post 11-S y pre-Obama. No se fíen de los recelos reactivos y de esos prejuicios que confunden la variedad con el gusto. Auster vuelve a Brooklyn, sí, pero la ciudad, él y nosotros hemos cambiado. Lo único que no cambia es la atmósfera que sólo los grandes saben crear. Te sientas a leer y, sin darte cuenta, te ves arrastrado por una historia que, incluso cuando parece alejarse de su propósito (falsa alarma: luego regresa a lo esencial), interesa. Y Auster la cuenta sin estridencias pero con un humanismo que impregna todas las frases y que, a lo largo de 276 páginas, conmueve por la precisión de una prosa que tiene la elocuencia, la trascendencia y la lucidez de los mejores panegíricos.
LA VANGUARDIA
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