En la profesión de novelista no hay victorias ni derrotas. Tal vez el número de ejemplares vendidos, los premios literarios, o las buenas o malas que sean las críticas constituyan una referencia de los logros obtenidos, pero no los considero una cuestión esencial. Lo más importante es si lo escrito alcanza o no los parámetros que uno mismo se ha fijado, y frente a eso no hay excusas. Ante otras personas, tal vez, uno puede explicarse en cierta medida. Pero es imposible engañarse a uno mismo. En este sentido, escribir novelas se parece a correr una maratón. Por explicarlo de un modo básico, para un creador la motivación se halla, silenciosa, en su interior, de modo que no precisa buscar en el exterior ni formas ni criterios.
Soy consciente que de que escribir novelas largas es básicamente una labor física. Tal vez el hecho de escribir sea, en sí mismo, una labor intelectual. Pero terminar de escribir un libro se parece más al trabajo físico… Es sentarse ante la mesa y concentrar todos tus sentidos en un solo punto, como si fuera un rayo láser, poner en marcha tu imaginación a partir de un horizonte vacío y crear historias, seleccionando una a una las palabras adecuadas y logrando mantener todos los flujos de la historia en el cauce por el que se deben discurrir. Y para este tipo de labores se requiere una cantidad de energía a largo plazo mucho mayor de la que generalmente se cree. Y es que, aunque realmente el cuerpo no se mueva, en su interior está desarrollándose una frenética actividad que lo deja extenuado. Por supuesto, la que piensa es la cabeza, la mente. Pero los novelistas pensamos con todo el cuerpo, y esa tarea requiere que el escritor use -en muchos casos que abuse- todas sus capacidades físicas por igual.
(Extraido de Apuntes Autistas)
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