Hijo: ¿De quién es la culpa?
Agente: Ya sabes quién es el dueño de la tierra. La Shawnee Land y Cattle Company.
Padre: ¿Y quién es Shawnee Land y Cattle Company?
Agente: No es nadie. Es una empresa.
Hijo: ¿Tienen un presidente, no? ¿Tienen alguien que sepa para qué es una escopeta?
Agente: Oh, chico, no es culpa suya, porque el banco le dice qué hacer.
Hijo: Muy bien, ¿dónde está el banco?
Agente: En Tulsa. ¿Para qué tomarla con él? Allí no hay nadie excepto el administrador. Y ya está medio loco tratando de cumplir con las órdenes que llegan del Este.
Hijo: Entonces, ¿a quién disparamos?
Agente: Amigo, no lo sé. Si lo supiera, te lo diría.
Las Uvas de la Ira (The Grapes of Wrath, 1939) – John Steinbeck
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Al día siguiente tenía un examen de Literatura, pero el problema era que aquella tarde ya me pesaban de alguna forma extraña los 18 años recién estrenados. Era el día de mi cumpleaños y yo tampoco estaba para tirar cohetes. Acababa de cagarla en un examen de Historia y me daba la sensación que era la peor forma de inaugurar mi mayoría de edad. Para colmo, era lunes, y odiaba los lunes.
A media tarde, llegué a casa y sobre la cama me esperaba el regalo de mi madre, que había dejado antes de irse a trabajar. Era un disco. Ella sabía de mi ceguera por Bruce Springsteen. Hacía unos meses que había descubierto su música y poco a poco me iba haciendo con sus álbumes, que llegaban a mis manos como pergaminos de desconocidas rutas en las que adentrarse. Aquel disco se llamaba The Ghost of Tom Joad (El fantasma de Tom Joad), y marcaba una única ruta: la Ruta 66.
Recuerdo que pasé olímpicamente de estudiar no sé cuántos nombres de escritores y memorizar cada una de sus obras con sus características y estilos que no entendía. Agarré The Ghost of Tom Joad y lo coloqué en la cadena de música. En aquella solitaria casa, sólo estábamos lo que Bruce tenía que transmitir y yo. No entendía una palabra de lo que decía pero lo cogí al vuelo. O al menos así lo sentí, mientras observaba esa carátula difuminada en tonos impresionistas que parecía indicar que algo se estaba cociendo en otro sitio lejos de donde yo estaba. La armónica punzaba cada segundo más fuerte y un nombre se quedó grabado al final del todo: The Grapes of Wrath.
Un amigo me dijo mucho tiempo después que este álbum trataba sobre las fronteras, reales y emocionales, que separan a un hombre con su entorno. Y hoy me sigue pareciendo la mejor definición posible sobre el disco. Porque, con The Ghost of Tom Joad sonando en mi habitación aquel cumpleaños, fui consciente de cruzar una frontera, sin saber muy bien cuál. La tierra nueva en la que me adentraba traía polvo y se masticaba tan cruda que te descolocaba el gesto.
Pronto me hice con un ejemplar de bolsillo de Las Uvas de la Ira (The Grapes of Wrath). Aunque cueste creerlo, la influencia del disco de Springsteen poco tuvo que ver. La novela de John Steinbeck hablaba por sí sola. El disco de Bruce era un emocionante homenaje, pero la historia de Steinbeck partía el alma. Con cada paso de Tom Joad, la tortuga y toda la familia, tú contenías el aire. Las Uvas de la Ira se había convertido en el libro de mi vida.
Con 18 años, a punto de terminar el COU, cuando el orientador del colegio te decía que lo tuyo era ser empresario y el vecino de toda la vida que Periodismo no traía más que hambre y siempre era mejor hacer Publicidad o Marketing con no sé que apellido, me prometí ser periodista porque John Steinbeck fue periodista. Seguramente, lo que quería era ser Bruce Springsteen, subido a un escenario y cantando cada noche con mi guitarra, pero consciente de mis tremendas limitaciones terminaba siempre mirando si el bolígrafo tenía tinta, antes que buscando el enchufe para una guitarra que nunca existió.
Ese sentido del reportaje, de la crónica social, del valor humano, han sido las motivaciones más importantes para creer en una profesión en la que muchas veces cuesta creer. Serviría un capítulo de alguno de los libros de este periodista estadounidense, que vivió en Nueva York durante sus años de joven reportero y terminó muriendo allí mucho después, para señalar el camino a muchos que, como yo, se pueden perder a las primeras de cambio.
El camino que marca Las Uvas de la Ira es la Ruta 66. Ese rumbo lo cogí hace años, después de vivir en Nueva York. Era el colofón a un pequeño gran sueño personal. Durante ese viaje, fue evidente que la Ruta 66 estaba trillada y había pegatinas allí donde antes había naranjas. Sin embargo, valía que un día el sol se pusiese en mitad de la carretera para justificar el viaje. También valía pasar por algún punto de la novela, tan extraordinario aún hoy como hace décadas.
Uno de ellos es el desierto de Mojave, donde el alba rodeó a la familia Joad antes de llegar a los viñedos y los huertos cultivados de California. Lo crucé en pleno mediodía, con el coche amagando con la reserva y quedarse sin gasolina. Afuera, abrasaba el aire. Pese a todo, crucé sin preocupaciones. En mi cabeza habitaban las peripecias de los Joad, tal vez también las fotografías en blanco y negro de Dorothea Lange, tan asociadas con ese transcurrir literario.
Pero, más allá de la ficción, habitaba la realidad de la que había sido (y todavía es) la tierra prometida para miles de inmigrantes mexicanos, chinos y filipinos a los que se explotó sin piedad y se terminó expulsando cuando empezaron a dar muestras de rebelarse o de querer organizarse para defender sus derechos. Mi realidad se hallaba cruzando Mojave. Sentía el mismo extraño sentimiento masticado que cuando leí Las Uvas de la Ira. Tal vez, era mi estúpido homenaje a la obra de Steinbeck. Mojave era una travesía, como una prueba de fuego en tierra quemada para dar con algo.
Sonando The Ghost of Tom Joad de Springsteen, Mojave se coló en mis huesos. Temblaban mis pensamientos. “El predicador saca un misal de su saco de dormir / Enciende una colilla y le da una calada / esperando el momento en que el último sea el primero y el primero sea el último”, cantaba con voz seca Springsteen. Y me acordé del viejo Steinbeck, que decía que su símbolo era Pigasus, un cerdo volador, “atado a la tierra pero aspirando a volar”. Tomé a Pigasus también como mi símbolo, porque con Mojave abierto al sol sentí que siempre sería mejor ser un cerdo que aspira a volar que un pájaro enjaulado.
-Fernando Navarro
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